Desde que Demetrio Duque y Merino comenzara a buscar financiación para adquirir la maquinaria hasta hoy, la primera imprenta que vio nacer Reinosa ha mudado su casa en más de diez ocasiones. Su historia, en palabras de su actual propietario, está cerca de poner punto y final: cerrará en cinco años.

Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en octubre 2006

Hubo un tiempo en el que las letras se escribían una a una. Se colocaban con minuciosidad. Poco a poco, lentamente, cada cual en su sitio. Una vez significaban una palabra, una frase, un texto, se las impregnaba de tinta. Con sumo cuidado. De la pericia y la experiencia del operario dependía el resultado final. Los borrones significaban volver a empezar. Perder tiempo y dinero. No había marcha atrás. Existían los borradores, pero incluso en sucio había que ser limpio.

Las imprentas de entonces no podían ni imaginar que, un siglo después, millones de ejemplares con decenas de páginas en cada uno, saldrían disparados de las inmensas rotativas. Para las pequeñas imprentas de finales del siglo XIX, la hoja parroquial ya era un reto. De ello fue consciente Demetrio Duque y Merino cuando comenzó a hacer trabajar aquella Minerva manual que adquirió tras muchos esfuerzos.

Corría el año 1883. Demetrio buscaba el capital necesario para poder dar vida a aquella oficina del número 2 de la calle del Puente, en Reinosa. Nadie firmó un cheque, ni un aval. La idea era buena, pero el dinero puede acallar los mejores proyectos. No obstante, si uno cree en sí mismo es capaz de tocar cada puerta cerrada. En este caso la de Félix Rodríguez Alonso, secretario del Juzgado Municipal y a la sazón precursor económico de la primera imprenta que habría de abrir en Reinosa.
Así, el 12 de mayo de 1883, la Minerva manual y los kilos de letras que Demetrio logró comprar con las pesetas expuestas por Félix Rodríguez, comenzaron a girar. Y el tiempo no tardó en darle la razón al primer impresor de la zona: la empresa crecía y el espacio se mostraba insuficiente. Sin que hubieran transcurrido los primeros veinte meses de vida, ya tuvo que mudar de lugar: el 30 de noviembre de 1884 reabría sus puertas en el número 16 de esa misma calle del Puente. Tal vez porque las demandas de los vecinos crecían. Pero la razón más factible es el hecho de que ese mismo año, la villa campurriana vio nacer su primer periódico: El Ebro, impreso con la tinta de Demetrio Duque y Merino, quien a su vez hizo las veces de director del medio.

Tras este, vinieron nuevos proyectos editoriales que dieron al negocio el auge necesario para sobrevivir sin mayores avatares que las constantes mudanzas en pro de ampliar el local. Sobrevivió sin titubeos al nacimiento de su más férreo competidor: la Imprenta Nueva, que fue fundada un par de años antes de que muriera el siglo XIX. Ambas tenían su hueco en Reinosa. Tal es así que, a día de hoy, ambas sobreviven. Bajo otros nombres y en otros emplazamientos, mas al fin y al cabo manteniendo la historia.

Pero hasta llegar al hoy, el recorrido por el ayer se encuentra con un año clave. En 1920, cuando más de una decena de publicaciones habían encontrado cobijo en la maquinaria que Duque promovió atraer a Reinosa y que en esa fecha estaba regentada por Arselí Irún y Rodríguez –nieto de Félix Rodríguez, el mecenas de esta historia–, la imprenta cambia de manos. Arselí Irún vende el negocio a Antonio Andrey, quien llegado de Madrid decide mudar la infraestructura a la plaza de las Casetas, donde cuelga el cartel de Imprenta y Encuadernaciones Antonio Andrey y Cía. Pronto cambiará el domicilio del negocio a la calle de la Soledad, número 6. Es aquí donde vivirá durante 23 años. Desde un principio, el empresario madrileño decide aunar fuerzas con el entonces prestigioso profesor Orestes Cendrero, quien tuvo a bien editar parte de sus estudios y ensayos en estos talleres.
La muerte de Andrey empuja a que Juan Guerrero se decida a comprar los derechos de la imprenta a Elinora, la reciente viuda. El negocio conserva parte del espíritu de estos años de esplendor, haciéndose llamar Andrey Sucesores, pero vuelve a cambiar de emplazamiento: ahora convivirá en la plaza de España. A unos metros doblando la esquina se encuentra el Lápiz de Oro, su rival, su compañera de andanzas. La historia de la imprenta en Reinosa a tan solo unos palmos.

La censura, el aperturismo, el nacimiento de nuevas publicaciones, la abolición de la censura, el auge de las imprentas, la inexorable evolución de la maquinaria… El mundo está cambiando. Las imprentas también. Un pequeño taller, equipado con una Minerva de mano y una Heidelberg, no es capaz de abastecer a los nuevos medios de comunicación: diarios, con tiradas que superan los cincuenta mil ejemplares, con tantas páginas que a veces rondan el centenar.

Y así, en 1984, cuando en la empresa tan sólo hace falta un empleado, Juan Guerrero decide vender el negocio. ¿A quién? A quien mejor que a aquel empleado que durante esos último años estuvo pegándose con la tinta y las páginas: Luis González Salinas decide pasar de operario a jefe en el año 1984. Compra la maquinaria y vende el local, para luego asentarse en la calle Colón, lugar en el que vive esta imprenta en la actualidad.

Ahora con el nombre de Gráficas Reinosa. Ahora regentada por el sobrino de Luis González, que cuenta sus años por más de cincuenta. Sabe con certeza que aquel negocio que nació en 1883, está al borde de su extinción. Hasta hace unos años se mantenía a flote gracias a los encargos de Sidenor. Pero las necesidades evolucionan y el gigante industrial mudó sus pedidos a una imprenta del País Vasco. Luis González se jubila en apenas seis años. Con él morirá la historia. Un pasar de épocas, lugares, publicaciones, competencias… Un pasar, en definitiva, de la imprenta. Aquel invento con el que dio comienzo la era moderna y que en Reinosa vio la luz cuando un emprendedor comenzó a buscar dinero para comprar una modesta Minerva. Que todavía hoy tira planchas. Y que descansará al fin dentro de no mucho tiempo.

La Real Sociedad Lawn–Tennis de Santander ha visto jugar a un rey, ganar a una reina e ilusionarse a un país entero con una selección que llegaba a una final. Todo en cien años compartidos, en tiempo y espacio, con la península de la Magdalena

Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en mayo 2006

Esta es una historia de reyes, caballeros, señoritas vestidas de corte y confección, aprendices de deportista que soñaban con parecerse a sus maestros, cartas sobre la mesa sin apuestas de por medio, conversaciones de verano, trofeos internacionales y entre amigos, puestas de largo, cenas a la orilla del mar… Al fin y al cabo, una historia de cien años. Que tiene su origen en el mismo lugar en el que siempre ha mantenido su presente, la península de la Magdalena.

Fue allí donde decidieron establecer su punto de encuentro algunos de los más insignes apellidos del Santander de 1906. Querían jugar al tenis, un deporte en el que apenas se estaban estableciendo las primeras reglas y del que sólo tenían conocimiento las grandes fortunas, porque en aquellos años eran los únicos que tenían medios para enterarse de las cosas. La Sociedad de Lawn–Tennis de Santander se estableció un 7 de abril, albergando un par de pistas de cemento y una pequeña caseta.

En sus primeros años de vida no es sino el reducto social de la clase imperante. No por un elitismo conservador, sino por el mero hecho de que entre sus visitantes declarados se encontraba el rey Alfonso XIII, quien tras su primer paso por aquellas angostas instalaciones, decidió adoptar la Presidencia de Honor, otorgando así al club la etiqueta de Real en su nombre.

La segunda década del siglo XX comienza con el nombramiento de Gabriel María de Pombo Ibarra como presidente de la Real Sociedad de Lawn–Tennis, cargó que ostentó hasta 1936. Durante sus años en el cargo, los actos sociales y deportivos apuntan al alza. El Regimiento Valencia ameniza las jornadas estivales, el Hotel Real se convierte en sede de las cenas de gala anuales del club y el Concurso Internacional de tenis se afianza merced al apoyo de la familia real, que no sólo dona las copas que servirán como trofeo, sino que la reina Victoria Eugenia participa en la edición de 1916 logrando el título de parejas junto a la duquesa de Santoña.14

El club se convierte, por obra y gracia del paso de los años, en uno de los puntos de referencia de la ciudad. En parte por su situación, rozando el mar que rodea a la Magdalena, en parte por su expansión –en el año 1926 cuenta ya con un pabellón, ocho pistas de tenis y una bolera– y en parte por lo diverso de su calendario: deporte, reuniones sociales, actos benéficos –en su mayoría en favor de la Gota de Leche y el ‘Ropero Santa Victoria’–, visitas insignes y un día a día en el que crecer puede convertirse en un quebradero de cabeza. No tanto por la disponibilidad de potenciales socios, sino por la imposibilidad física del club para expandirse. El lugar, pese a ser idílico, limita con el mar, un escollo insalvable por más dinero que se ponga sobre la mesa.

Al Tenis no le queda sino ampliar su catálogo y hacer de sí mismo un ente lo suficientemente robusto como para seguir dando a sus miembros la imagen de lugar de privilegio tanto de puertas afuera como de puertas adentro. Así, en 1945 se crea el equipo de hockey, deporte que muchas y muy grandes alegrías ha regalado tanto a jugadores como a dirigentes; en 1956 y con motivo del 50 aniversario de su fundación, Juan Carlos de Borbón, por aquel entonces Infante de España, visita las instalaciones para refrendar la unión entre la familia real y la Real Sociedad de Tenis; tres años después, Marta Pombo y Ana María Estalella consiguen el primer campeonato de España para el club; en los últimos años de la década de los sesenta se inaugura la sección náutica. Tal vez no se agolpe el trabajo, pero cada acción tiene el suficiente renombre como para traspasar unas fronteras que desde el otro lado se observan con un pasotismo que a veces se torna en despecho.

Pero dos fechas marcan la historia reciente del Tenis: son los años 1971 y 2000. El primero porque conforma el punto de partida del club infantil. La inyección de energía que le otorga el contar con socios que sólo cuentan tres años le da al Tenis una visión de futuro, de atemporalidad, de saberse conscientes de que habrá un relevo. El año 2000, porque lograron convertir a Santander en capital deportiva del mundo organizando la semifinal de la primera Copa Davis ganada por España. Centenares de medios acreditados y una ciudad empujando de un carro construido por obra, gracia y empuje del club.

A veces los muros separan historias que deberían caminar de la mano; animan a pensar que a nuestro lado de la barrera juegan los buenos de la película, sin ser conscientes de que tanto los unos como los otros reman en la misma corriente. Porque no hay ciudad sin diversidad; ni lugar para ciertos puntos de encuentro sin una ciudad que los acoja. 100 años. Y los que queden por venir.

La capital de Cantabria es el resultado de una rápida sucesión de transformaciones urbanas, muchas de ellas traumáticas, que ponen en evidencia lo que algunos llaman las tendencias autodestructivas de los santanderinos.

Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga Imágenes de la colección de José L. Casado Soto.
Publicado en septiembre de 2004

A José Luis Casado Soto, director del Museo Marítimo y uno de los mayores expertos en la historia urbana de Santander, le gusta hacer hincapié en que las ciudades son el resultado de la voluntad de quienes la habitan, a quienes en último término –de una u otra forma– competen las decisiones sobre qué hacer con la urbe en la que viven. Y pocas ciudades han sido transformadas con la intensidad de Santander, hasta el punto de que no falta quien hable de las tendencias autodestructivas de la ciudad, que no son otras, siguiendo el argumento que expone Casado Soto, que las tendencias autodestructivas de los santanderinos.

El Santander de hoy es, como el de hace dos milenios, el resultado de una ubicación geográfica privilegiada y, al mismo tiempo, de las muchas decisiones tomadas para alterar el entorno natural. Ambas cuestiones dan pie a no pocas paradojas, como el hecho de que Santander sea ribereña del Cantábrico, pero que mire al sur, o que en una ciudad que ya fue habitada por los romanos llamemos casco viejo a las calles trazadas cuando el siglo XIX corría hacia su final. Apresurémonos a decir que el Santander que hoy conocemos es en gran medida el resultado de dos catástrofes acaecidas en un intervalo de medio siglo: la explosión de El Machichaco, en 1893, y el incendio que destruyó el centro de la ciudad en 1941. Pero para entender la manera en que la capital cántabra afrontó urbanísticamente ambas tragedias es necesario remontarse mucho más atrás en el tiempo, cuanto menos hasta la época en que los romanos plantaron sus estandartes en lo que había de ser Portus Victoriae Iuliobrigensium. Queda definido ya entonces el núcleo sobre el que va a pivotar la ciudad durante dos milenios: el cerro de Somorrostro.

“La geografía era extraordinariamente generosa –explica Casado Soto– la ciudad se asienta a la orilla de la bahía más grande y protegida del litoral cantábrico, y en torno a una ría que ofrecía una segunda protección”. Los grabados que ilustran este texto –sobradamente conocido el de Braum, menos célebre el Santandero in Biscayen descubierto en su día por Casado Soto en Holanda– permiten hacerse una idea de cómo era la ciudad ya en el siglo XVI, cuando el entorno natural que habían encontrado los romanos todavía había sido sólo mínimamente alterado. Los grabados presentan un Santander de apariencia irreconocible. Sobre el cerro de Somorrostro, la torre de la que por entonces todavía no era catedral nos ofrece una referencia válida a los lectores de hoy. Por delante de ella, el castillo cerraba lo que José Luis Casado Soto llama la acrópolis santanderina, mientras a su espalda arrancaban las calzadas altas que se prolongaban fuera de la muralla hacia sobre lo que hoy es la calle Alta. A los pies del cerro, viviendas hasta la orilla de la ría de Becedo, que corría sobre lo que hoy es la calle Calvo Sotelo hasta la actual plaza del Ayuntamiento. La cabecera de la ría acoge el edificio de las Atarazanas mientras, sobre la margen izquierda, se asientan las casas de lo que hay que considerar el primer ensanche de la ciudad. Unas almenas levantadas sobre las propias estribaciones del terreno cierran la protegidísima entrada de Becedo. De murallas afuera, se han construido ya los dos espigones que marcan los límites del primigenio puerto exterior –adjetivo éste que tiene un carácter muy relativo al hablar de Santander– que reserva una de sus orillas a las barcas de los pescadores, que tienen ahí su barrio. Esa era la ciudad del cincuecento, rodeada de un amplísimo espacio sin urbanizar –terrestre, pero también de mar y marismas– que va a ir siendo ocupado en siglos posteriores.

La mera comparación entre lo que conocemos y lo hasta aquí descrito deja bien a las claras la importancia que tiene el espacio ganado al mar a la hora de explicar Santander. La bahía cuenta hoy con la mitad de su superficie original, habiendo cedido a la ciudad el espacio donde ésta asienta todas las calles que no se levantan más allá de unos pocos metros sobre el nivel del mar. Un relleno de importantísimas proporciones permitió que el ferrocarril entrara en Santander por donde lo hace, y no por Las Llamas como en un primer momento se especuló. Los rellenos son también los principales responsables de que el Santander del grabado de Braun se haya desdibujado hasta convertirse en irreconocible, siempre buscando un espacio habitable sobre el que asentar el crecimiento de la ciudad.

Llegamos así, en una rápida carrera en el tiempo, a los intentos de planificar un ensanche con características de ciudad nueva y de acuerdo al racionalismo urbanístico del XIX, que tan buenos resultados dio, por ejemplo, en Barcelona. En Santander los buenos propósitos dibujados sobre el plano van a saltar por los aires, víctimas de la dinamita que transportaba en sus bodegas un barco atracado en sus muelles: el Cabo Machichaco. La tragedia, de inmensas proporciones incluso contemplada hoy –600 muertos en una ciudad de poco más de 50.000 habitantes– cambió drásticamente el concepto urbano que se estaba planteando, al hacer tristemente evidentes los riesgos derivados de la vecindad portuaria.

La ocupación hacia el sur fue sustituida por la decidida expansión hacia el norte, este y oeste, aproximando mucho el resultado a lo que es el Santander de hoy. La calle del Muelle –hoy paseo de Pereda– de la que ya se habían construido los primeros números, crece y gana en protagonismo, al tiempo que a su espalda van creciendo las calles de lo que ahora conocemos como casco viejo. En una fase posterior se rellena el espacio que ahora ocupan los jardines, alejando el mar, que rompía casi a los pies de los edificios, hasta donde hoy está. La ciudad interponía un colchón entre ella y el puerto, que inicia una diáspora hacia el sur que finalmente dará origen a Raos. También los pescadores protagonizan sonados exilios: primero a Puerto Chico y, ya en los años 50 del siglo XX, hasta el Barrio Pesquero.  Santander iba alejando de su núcleo urbano las actividades que explicaban su propia existencia, al tiempo que iba convirtiéndose en una urbe industrial y de servicios.

La Guerra Civil pasa por Santander –ocupada por los rebeldes poco más de una año después de iniciada la contienda– sin dejar apenas daños, pero la ciudad estaba a punto de pagar la factura que periódicamente ha de abonar como tributo a su privilegiada situación. Nunca el viento sur iba a ser tan exigente en el cobro como en 1941: avivado por la surada, el pequeño incendio originado en una buhardilla de la calle Cádiz se lleva por delante el centro urbano de la capital. Cuando el fuego es dominado, alrededor del cerro de Somorrostro –la vieja acrópolis– sólo quedan cenizas. Se libera así un inmenso solar que va a permitir –metidos ya en la mitad del siglo XX– construir una ciudad completamente nueva.

Se toman entonces las decisiones que terminarán de dibujar, en sus rasgos fundamentales, la ciudad de hoy. “La reconstrucción va a permitir a las autoridades de entonces –explica Casado Soto– construir su ideal de ciudad, dando diferentes destinos, de acuerdo a las divisiones sociales, a las diferentes áreas”. Se diseña el centro como un espacio comercial, y los edificios que se construyen seleccionan a los que serán sus ocupantes a partir del estricto baremo del precio: progresivamente más alto a medida que nos acerquemos a la zona noble. Nacen en el extrarradio los barrios de Canda Landaburu, en La Albericia, y el ya comentado Poblado Pesquero Sotileza –el Barrio Pesquero–, y se pone fin a la macedonia social que hasta entonces caracterizaba a una ciudad en la que, señala José Luis Casado, podían vivir puerta con puerta el abogado y el pescador. Se toma también entonces una decisión vital, amargamente llorada por los historiadores que, como el director del Museo Marítimo, tienen a Santander como protagonista principal de sus trabajos: se le roba un buen pedazo al cerro de Somorrostro, truncado para levantar en el espacio liberado las calles de Isabel II, Lealtad y la Plaza de las Atarazanas. La tierra extraída –y ese es el lamento– se utiliza en los rellenos que van a hacerse en Castilla-Hermida, y allá van a parar, lejos del alcance de los investigadores, todos los vestigios que pudieran quedar de la ciudad histórica.

El camino recorrido a partir de ese momento está vivo todavía en la memoria de buena parte de los santanderinos. Crece desordenadamente Castilla-Hermida, como un grotesco remedo del fallido ensanche del XIX, se construye el Puerto de Raos, nace Cazoña y la urbe avanza por el lado norte de la colina de General Dávila. El Sardinero, un poblado apenas conectado con el resto de la ciudad hasta que se construyó el paseo de Reina Victoria, bien entrado el siglo, se integra definitivamente en la estructura urbana. Tenemos ya el Santander de hoy, la base sobre la que construir la ciudad del futuro.