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La capital de Cantabria es el resultado de una rápida sucesión de transformaciones urbanas, muchas de ellas traumáticas, que ponen en evidencia lo que algunos llaman las tendencias autodestructivas de los santanderinos.

Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga Imágenes de la colección de José L. Casado Soto.
Publicado en septiembre de 2004

A José Luis Casado Soto, director del Museo Marítimo y uno de los mayores expertos en la historia urbana de Santander, le gusta hacer hincapié en que las ciudades son el resultado de la voluntad de quienes la habitan, a quienes en último término –de una u otra forma– competen las decisiones sobre qué hacer con la urbe en la que viven. Y pocas ciudades han sido transformadas con la intensidad de Santander, hasta el punto de que no falta quien hable de las tendencias autodestructivas de la ciudad, que no son otras, siguiendo el argumento que expone Casado Soto, que las tendencias autodestructivas de los santanderinos.

El Santander de hoy es, como el de hace dos milenios, el resultado de una ubicación geográfica privilegiada y, al mismo tiempo, de las muchas decisiones tomadas para alterar el entorno natural. Ambas cuestiones dan pie a no pocas paradojas, como el hecho de que Santander sea ribereña del Cantábrico, pero que mire al sur, o que en una ciudad que ya fue habitada por los romanos llamemos casco viejo a las calles trazadas cuando el siglo XIX corría hacia su final. Apresurémonos a decir que el Santander que hoy conocemos es en gran medida el resultado de dos catástrofes acaecidas en un intervalo de medio siglo: la explosión de El Machichaco, en 1893, y el incendio que destruyó el centro de la ciudad en 1941. Pero para entender la manera en que la capital cántabra afrontó urbanísticamente ambas tragedias es necesario remontarse mucho más atrás en el tiempo, cuanto menos hasta la época en que los romanos plantaron sus estandartes en lo que había de ser Portus Victoriae Iuliobrigensium. Queda definido ya entonces el núcleo sobre el que va a pivotar la ciudad durante dos milenios: el cerro de Somorrostro.

“La geografía era extraordinariamente generosa –explica Casado Soto– la ciudad se asienta a la orilla de la bahía más grande y protegida del litoral cantábrico, y en torno a una ría que ofrecía una segunda protección”. Los grabados que ilustran este texto –sobradamente conocido el de Braum, menos célebre el Santandero in Biscayen descubierto en su día por Casado Soto en Holanda– permiten hacerse una idea de cómo era la ciudad ya en el siglo XVI, cuando el entorno natural que habían encontrado los romanos todavía había sido sólo mínimamente alterado. Los grabados presentan un Santander de apariencia irreconocible. Sobre el cerro de Somorrostro, la torre de la que por entonces todavía no era catedral nos ofrece una referencia válida a los lectores de hoy. Por delante de ella, el castillo cerraba lo que José Luis Casado Soto llama la acrópolis santanderina, mientras a su espalda arrancaban las calzadas altas que se prolongaban fuera de la muralla hacia sobre lo que hoy es la calle Alta. A los pies del cerro, viviendas hasta la orilla de la ría de Becedo, que corría sobre lo que hoy es la calle Calvo Sotelo hasta la actual plaza del Ayuntamiento. La cabecera de la ría acoge el edificio de las Atarazanas mientras, sobre la margen izquierda, se asientan las casas de lo que hay que considerar el primer ensanche de la ciudad. Unas almenas levantadas sobre las propias estribaciones del terreno cierran la protegidísima entrada de Becedo. De murallas afuera, se han construido ya los dos espigones que marcan los límites del primigenio puerto exterior –adjetivo éste que tiene un carácter muy relativo al hablar de Santander– que reserva una de sus orillas a las barcas de los pescadores, que tienen ahí su barrio. Esa era la ciudad del cincuecento, rodeada de un amplísimo espacio sin urbanizar –terrestre, pero también de mar y marismas– que va a ir siendo ocupado en siglos posteriores.

La mera comparación entre lo que conocemos y lo hasta aquí descrito deja bien a las claras la importancia que tiene el espacio ganado al mar a la hora de explicar Santander. La bahía cuenta hoy con la mitad de su superficie original, habiendo cedido a la ciudad el espacio donde ésta asienta todas las calles que no se levantan más allá de unos pocos metros sobre el nivel del mar. Un relleno de importantísimas proporciones permitió que el ferrocarril entrara en Santander por donde lo hace, y no por Las Llamas como en un primer momento se especuló. Los rellenos son también los principales responsables de que el Santander del grabado de Braun se haya desdibujado hasta convertirse en irreconocible, siempre buscando un espacio habitable sobre el que asentar el crecimiento de la ciudad.

Llegamos así, en una rápida carrera en el tiempo, a los intentos de planificar un ensanche con características de ciudad nueva y de acuerdo al racionalismo urbanístico del XIX, que tan buenos resultados dio, por ejemplo, en Barcelona. En Santander los buenos propósitos dibujados sobre el plano van a saltar por los aires, víctimas de la dinamita que transportaba en sus bodegas un barco atracado en sus muelles: el Cabo Machichaco. La tragedia, de inmensas proporciones incluso contemplada hoy –600 muertos en una ciudad de poco más de 50.000 habitantes– cambió drásticamente el concepto urbano que se estaba planteando, al hacer tristemente evidentes los riesgos derivados de la vecindad portuaria.

La ocupación hacia el sur fue sustituida por la decidida expansión hacia el norte, este y oeste, aproximando mucho el resultado a lo que es el Santander de hoy. La calle del Muelle –hoy paseo de Pereda– de la que ya se habían construido los primeros números, crece y gana en protagonismo, al tiempo que a su espalda van creciendo las calles de lo que ahora conocemos como casco viejo. En una fase posterior se rellena el espacio que ahora ocupan los jardines, alejando el mar, que rompía casi a los pies de los edificios, hasta donde hoy está. La ciudad interponía un colchón entre ella y el puerto, que inicia una diáspora hacia el sur que finalmente dará origen a Raos. También los pescadores protagonizan sonados exilios: primero a Puerto Chico y, ya en los años 50 del siglo XX, hasta el Barrio Pesquero.  Santander iba alejando de su núcleo urbano las actividades que explicaban su propia existencia, al tiempo que iba convirtiéndose en una urbe industrial y de servicios.

La Guerra Civil pasa por Santander –ocupada por los rebeldes poco más de una año después de iniciada la contienda– sin dejar apenas daños, pero la ciudad estaba a punto de pagar la factura que periódicamente ha de abonar como tributo a su privilegiada situación. Nunca el viento sur iba a ser tan exigente en el cobro como en 1941: avivado por la surada, el pequeño incendio originado en una buhardilla de la calle Cádiz se lleva por delante el centro urbano de la capital. Cuando el fuego es dominado, alrededor del cerro de Somorrostro –la vieja acrópolis– sólo quedan cenizas. Se libera así un inmenso solar que va a permitir –metidos ya en la mitad del siglo XX– construir una ciudad completamente nueva.

Se toman entonces las decisiones que terminarán de dibujar, en sus rasgos fundamentales, la ciudad de hoy. “La reconstrucción va a permitir a las autoridades de entonces –explica Casado Soto– construir su ideal de ciudad, dando diferentes destinos, de acuerdo a las divisiones sociales, a las diferentes áreas”. Se diseña el centro como un espacio comercial, y los edificios que se construyen seleccionan a los que serán sus ocupantes a partir del estricto baremo del precio: progresivamente más alto a medida que nos acerquemos a la zona noble. Nacen en el extrarradio los barrios de Canda Landaburu, en La Albericia, y el ya comentado Poblado Pesquero Sotileza –el Barrio Pesquero–, y se pone fin a la macedonia social que hasta entonces caracterizaba a una ciudad en la que, señala José Luis Casado, podían vivir puerta con puerta el abogado y el pescador. Se toma también entonces una decisión vital, amargamente llorada por los historiadores que, como el director del Museo Marítimo, tienen a Santander como protagonista principal de sus trabajos: se le roba un buen pedazo al cerro de Somorrostro, truncado para levantar en el espacio liberado las calles de Isabel II, Lealtad y la Plaza de las Atarazanas. La tierra extraída –y ese es el lamento– se utiliza en los rellenos que van a hacerse en Castilla-Hermida, y allá van a parar, lejos del alcance de los investigadores, todos los vestigios que pudieran quedar de la ciudad histórica.

El camino recorrido a partir de ese momento está vivo todavía en la memoria de buena parte de los santanderinos. Crece desordenadamente Castilla-Hermida, como un grotesco remedo del fallido ensanche del XIX, se construye el Puerto de Raos, nace Cazoña y la urbe avanza por el lado norte de la colina de General Dávila. El Sardinero, un poblado apenas conectado con el resto de la ciudad hasta que se construyó el paseo de Reina Victoria, bien entrado el siglo, se integra definitivamente en la estructura urbana. Tenemos ya el Santander de hoy, la base sobre la que construir la ciudad del futuro.