Gracias a un modelo de negocio similar al de una cooperativa, Campoberry ha logrado convertirse en el principal productor de arándano ecológico de España y en una de las referencias del sector en Europa. Con 24 hectáreas de plantaciones repartidas por todo el norte del país, la firma dará salida a unos 50.000 kilos de la cotizada baya a lo largo de este año, casi un 300% más que en 2013.

Texto de Jesús García-Bermejo Hidalgo @chusgbh Fotos de Nacho Cubero
Publicado en julio de 2014

El arándano es una baya perteneciente a la familia de las ericáceas que posee vitaminas A, B3, B5, C, E, calcio, magnesio, hierro, fósforo, potasio, selenio, sodio, yodo… De hecho, destaca por sus cualidades hipocalóricas, antioxidantes, nutritivas y medicinales, siendo parte importante de numerosos antibióticos y de medicamentos para combatir cuadros diarreicos o patologías de la visión. Sin embargo, y a pesar de todas sus propiedades, esta fruta del bosque apenas es consumida en España, mientras que en Suiza, Francia, Austria, Reino Unido, Holanda o Alemania su demanda no para de crecer. Esto hace que en nuestro país no abunden las firmas dedicadas a su cultivo, aunque desde 2008 Cantabria cuenta con una compañía especializada en la producción de arándano ecológico, Campoberry, sociedad que, gracias a un modelo de negocio similar al de una cooperativa, ha logrado cultivar más de 60 hectáreas de la cotizada baya por todo el norte del país y que este año dará salida a unos 50.000 kilogramos de la misma.

Promoviendo el asociacionismo

La empresa se compone de cuatro socios, aunque son Juan Rueda y Eduardo López los encargados del funcionamiento diario y de la gestión de la firma. En cualquier caso, resulta especialmente llamativo que ninguno de ellos tuviese experiencia en el campo agrícola o fuese conocedor de las particularidades y cuidados necesarios para el cultivo del arándano antes de apostar por un proyecto tan complejo y particular. Y es que, según reconoce uno de los fundadores, fue el enorme nicho de mercado existente lo que les animó a dar el paso. “Nos percatamos que en España no había nadie que estuviese produciendo arándano ecológico, dado que en Huelva, que es donde se concentran casi la totalidad de firmas dedicadas a ello con más de 1.000 hectáreas cultivadas, solo se oferta la variedad convencional –asegura Juan Rueda–. Con un producto mucho más natural y con la demanda que existe del mismo en toda Europa entendíamos que, si lográbamos controlar el proceso para obtener las máximas calidades, no tendríamos problemas para hacernos con una buena posición en el mercado, como así ha sido”.

Juan Rueda y Eduardo López, promotores de Campoberry

Así, tras dos años en los que su labor se centró en la preparación de los terrenos con los que cuentan en Güemes y en su cuidado para el posterior cultivo, puesto que las plantaciones de arándanos tardan unos dos años en dar frutos y hasta la sexta temporada no alcanzan su máximo de producción, en 2011 Campoberry inició la comercialización de su propio arándano ecológico. Hoy, cuatro años después, suman más 24 hectáreas dedicadas a esta baya de sabor agridulce, aunque solo 10 de ellas son de su propiedad, puesto que la firma, y he aquí una de sus principales rasgos diferenciadores, dispone de una amplia red de asociados repartidos por todo el norte de España, incluyendo Cantabria, País Vasco, Asturias y Galicia.
Y es que, la compañía ha desarrollado un programa tipo llave en mano por el que, a un importe que ronda los 32.000 euros la hectárea –a razón de 4.140 plantas–, ofrece a terceros la posibilidad de transformar sus fincas y adaptarlas para el cultivo de arándano ecológico, una labor en la que se incluye la delimitación de la parcela, la preparación del terreno, el sistema de riego, la instalación de los caballones… “El cliente no tiene que preocuparse por nada, puesto que dejamos todo listo para la explotación en sí. Además, es importante destacar que existen ayudas del Gobierno regional para este tipo de proyectos que rondan los 24.000 euros por hectárea, por lo que, a cambio de una inversión mínima se puede tener acceso a un mercado enorme”, apunta Eduardo López.

A partir de ahí, es el propio usuario el que debe decidir si finaliza en ese momento la relación comercial con Campoberry o si desea integrarse en su nómina de socios. En este último caso, el particular solo tendría que seguir las indicaciones de los técnicos de la firma para el cuidado de la plantación, puesto que es la propia compañía la que se ocupa de la compra en conjunto de todos lo necesario, como semillas, abonos o envases, para así obtener mejores condiciones de los proveedores. Del mismo modo, será Campoberry quien se encargue de agrupar y organizar la producción de todos los asociados para su salida al mercado, lo que facilita la comercialización a precios mucho más competitivos. “No somos simples intermediarios, puesto que no compramos los arándanos a estos particulares para luego venderlos a un importe superior. En este esquema cada asociado obtiene lo que le correspondería según el número de kilos aportados, cuantía a la que hay que restarle un 6% que Campoberry percibe por las gestiones comerciales –afirma Juan Rueda–. Al margen de esto, solo se cobra al colaborador por aquellos trabajos que él mismo no esté dispuesto a realizar, ya sea la recolección manual del producto, su envasado o el mantenimiento y cuidado de la instalación”.

Con este modelo de negocio la empresa gestionada por Juan Rueda y Eduardo López logró producir unos 16.000 kilogramos de arándano ecológico en 2013, cifra que en esta temporada se elevará hasta los 50.000 kilos una vez finalizada la recolección, la cual tiene lugar de junio a septiembre. De esa cuantía, cerca del 96% se comercializará en el mercado europeo, con especial protagonismo de países como Alemania, Suiza, Austria, Francia y Reino Unido, frente al escaso 4% destinado a nuestro país, fundamentalmente a zonas frecuentadas por turistas extranjeros. De hecho, según aseguran los socios y fundadores de la firma cántabra, a día de hoy ya han logrado conformar una cartera de 22 clientes fijos, empresas entre las que se encuentran varias de Huelva, las cuales se nutren del arándano de Campoberry una vez se agota su producto.

Además, para completar su oferta, la sociedad con sede en Güemes dispone de tres hectáreas en Meruelo en las que cultivan unos 10.000 kilos de fresas, así como 2.000 de mora y frambuesa; 14.000 kilos anuales que se distribuyen entre comercios, intermediarios y grandes superficies de Cantabria, áreas de negocio no abiertas a asociados. En cualquier caso, no hay duda del papel protagonista que desempeña el arándano en el proyecto de Campoberry, no en vano su precio en el mercado mayorista ronda los 8,25 euros el kilo, importe que para el cliente final puede elevarse hasta los 25 euros.

Crecimiento exponencial

No son pocas las dificultades a las que estos emprendedores han tenido que enfrentarse para que la compañía agrícola cántabra haya llegado a convertirse en uno de los principales productores europeos de arándano ecológico.
Por un lado, las particularidades del producto en sí requieren una coordinación máxima en los tiempos y un trabajo exhaustivo en cada una de las etapas. Así, durante el año las fincas han de atenderse y cuidarse y deben de realizarse labores de siega, podado, abonado y riego. Sin embargo, la fase más compleja es la de recolección, la cual ha de realizarse manualmente y con gran pulcritud, puesto que el arándano solo puede recogerse cuando el fruto está maduro, único momento en el que es apto para su consumo. “A lo largo del año, Juan, dos técnicos y yo realizamos todo el trabajo, aunque para la recolección solemos incorporar a unas 40 personas, a las que hay que sumar a 6 ó 7 más que se encargan de la inspección y selección de los arándanos para su posterior envasado –cuenta Eduardo López–. De esta forma, las bayas que no cuentan con el aspecto y las condiciones necesarias para ser consumidas en fresco, se destinan a la elaboración de zumos y mermeladas ecológicas”.

A continuación, llega el momento del almacenado y transporte del producto, para lo que, según cuentan ambos emprendedores, es fundamental un refrigerado prácticamente inmediato. De hecho, si se respeta la cadena de frío, este fruto del bosque puede aguantar hasta 21 días en perfecto estado, motivo por el que la firma cántabra se vio obligada a adquirir una cámara frigorífica y por el que la logística ha de realizarse con camiones equipados adecuadamente.
Pero, más allá del dominio de todo el proceso productivo, la otra gran dificultad para Campoberry ha radicado en la obtención de los permisos necesarios para la comercialización de su arándano ecológico en los distintos puntos de Europa a los que se dirige. De esta forma, y gracias al asesoramiento y gestiones de las firmas Bureau Veritas y CAT SL, la compañía cántabra cuenta con el certificado europeo Global GAP, el de productor ecológico, el sello de Calidad Controlada (CC) emitido por el Gobierno de Cantabria, amén de otros específicos de distintos países, como el Grasp o el Bio Suisse, exigidos en uno de los principales destinos comerciales de la firma, Suiza.

Hasta la fecha, los cuatro socios que encabezan este proyecto han tenido que asumir una inversión superior a los 500.000 euros, una cifra que puede parecer elevada para un proyecto agrícola, pero no por ello difícil de rentabilizar. De hecho, según asegura Juan Rueda, desde 2011, primer año en el que estos emprendedores pudieron recoger el arándano, Campoberry ha ido incrementando su producción y facturaciones en una media del 100% anual. “Inicialmente, las explotaciones rinden a unos 1.000 kilos por hectárea, y eso va aumentando casi exponencialmente cada temporada hasta el sexto año, momento en el que se alcanza el máximo de producción. Teniendo en cuenta la amplísima demanda de arándano ecológico que existe en toda Europa, las características del clima de Cantabria, idóneas para el cultivo de este tipo de baya, y que poseemos muchas instalaciones que están aún por el segundo, tercer o cuarto año desde que se pusieron en marcha, desconocemos dónde puede estar nuestro techo. Es más, casi preferimos no fijarnos una meta, porque cuando comenzamos el proyecto ya lo hicimos y nos quedamos excesivamente cortos. Y todo sin olvidar que cada ejercicio logramos incorporar a nuevos asociados, factores más que sobrados como para encarar el futuro con optimismo”.

La situación patrimonial del Racing de Santander, unida a la lenta agonía económica y deportiva experimentada por el equipo en los últimos años, obliga a un cambio de filosofía que garantice su continuidad a medio plazo. En esta labor la Fundación del club será un elemento fundamental, especialmente a la hora de gestionar y potenciar la cantera, prácticamente único patrimonio con el que cuenta el conjunto cántabro a día de hoy.

Texto de Jesús García-Bermejo Hidalgo @chusgbh Fotos de Nacho Cubero
Publicado en junio de 2014

El reciente ascenso a Segunda División del Racing de Santander arroja algo de luz sobre el sombrío panorama de futuro de la centenaria institución. No en vano, con un desequilibrio patrimonial que la memoria del propio club cifra en 26 millones de euros, competir en una categoría profesional ofrece a la SAD la posibilidad de multiplicar sus ingresos con respecto a la campaña anterior. De hecho, el conjunto cántabro verá alimentadas sus maltrechas arcas con 2,5 millones procedentes de las televisiones para la retransmisión de sus encuentros en la Liga Adelante, obtendrá 450.000 euros de los clubes españoles participantes en Champions League en concepto de derechos de imagen y percibirá una pequeña cuantía por volver a aparecer en la Quiniela. Todo ello sin olvidar el escaparate que supone el retorno a la categoría de plata del fútbol nacional a la hora de captar anunciantes y abonados.

De cualquier forma, más allá del horizonte inmediato, si algo ha dejado claro la prolongada y lenta agonía deportiva y económica sufrida por el conjunto santanderino en los últimos años, es la necesidad de un cambio de modelo que ponga en valor el mayor y único patrimonio con el que cuenta: su cantera. Y es que, con un estadio y unas instalaciones propiedad del Ayuntamiento de Santander, que el Racing puede utilizar gracias a sendas concesiones a 99 y 75 años, respectivamente, formar y traspasar jóvenes talentos se antoja fundamental para la supervivencia del club a medio plazo.

La hora de la Fundación

Esta será una de las principales funciones que asumirá la Fundación del Real Racing Club de Santander, una labor que servirá, además, para liberar al club de los más de 500.000 euros anuales que supone la gestión de todo el fútbol base, incluyendo al filial del primer equipo. “El objetivo es dotar a la cantera de una estabilidad presupuestaria que hasta la fecha no ha existido, asegurando ese medio millón o 600.000 euros que nosotros calculamos que se necesita cada temporada para afrontar los desplazamientos, dietas y demás gastos propios de las categorías inferiores, dejando al margen los derechos de los jugadores y las obligaciones con los empleados responsables de este área, que son cosa del club –asegura Bernardo Colsa, gerente de la Fundación del conjunto verdiblanco–. Así conseguiríamos que, independientemente de la situación deportiva y económica del primer equipo, los más jóvenes tengan cubiertas todas sus necesidades, lo que facilitará que surjan futbolistas de primer nivel y evitará la fuga de talentos que hemos venido sufriendo en los últimos años”.

Del mismo modo, la otra gran labor de la Fundación será el abanderar un gran proyecto socio cultural y deportivo que vaya en beneficio no solo del Racing y de sus futbolistas, sino de toda la región. De esta forma, ya sea a través de la organización de campus, cursos, charlas, simposios, jornadas o actividades, o mediante la colaboración con otras escuelas deportivas, canteras o clubes, cualquier joven deportista podrá beneficiarse de la atención de profesionales y disfrutar de instalaciones adecuadas, lo que contribuirá a incentivar la práctica deportiva como habito saludable entre la sociedad cántabra.

Sin embargo, para lograr ambos objetivos, y he aquí una de las grandes claves, la Fundación deberá ser capaz de captar financiación, dado que, a pesar de surgir como una herramienta al servicio del club y llevar a cabo su labor en estrecha colaboración con él, ambas entidades han de ser independientes desde el punto de vista económico. En este sentido, en palabras del gerente del organismo, se calcula que el presupuesto anual con el que necesitará contar la entidad a partir de la próxima temporada para poder asumir todas sus funciones estará entre los 500.000 y los 600.000 euros, siendo responsabilidad de los profesionales que la integren el captar donantes, mecenas, patrocinios, apoyos y cerrar acuerdos con instituciones, empresas, o asociaciones.

Aunque no hablamos de cifras modestas, y mucho menos teniendo en cuenta la coyuntura económica en la que nos encontramos, existen algunos factores que pueden jugar a favor de la Fundación de cara a la consecución de esos fondos: por un lado, la imagen de marca del club, ampliamente prestigiada y reconocida en base a los 101 años de historia con los que cuenta, y potenciada en los últimos meses por el ascenso logrado y la repercusión mediática a raíz de la no disputa de los cuartos de final de la Copa del Rey; por otro, ya es sabido que aquellas firmas que realicen donaciones o aportaciones a entidades de este tipo podrán deducir del Impuesto de Sociedades el 35% de esas contribuciones. “Tenemos por delante meses de duro trabajo, aunque a día de hoy no hemos iniciado la fase de captación de grandes mecenas, cosa que haremos a partir de la próxima temporada. Por ahora, nos estamos centrando en recaudar fondos para liberar al Racing de los gastos inmediatos que tengan que ver con el fútbol base, cosa que ya hemos hecho, por ejemplo, para el reciente desplazamiento del juvenil de División de Honor a Almería. Más a largo plazo, son muchos los frentes que habrá que abordar, como la renovación de las Instalaciones Nando Yosu, en la Albericia, una actuación prioritaria que obligará a incrementar sustancialmente nuestro presupuesto en el ejercicio que podamos acometerla, puesto que un campo de hierba artificial tiene un coste de unos 300.000 euros”, afirma Colsa.

Estas bonificaciones han despertado todo tipo de suspicacias sobre la posibilidad de que empresas interesadas en patrocinar al primer equipo, ya sea mediante un logo en los equipajes o mediante inversiones publicitarias relacionadas con los encuentros de la plantilla profesional, pretendan aprovecharse de las ventajas fiscales que brindaría cerrar esos acuerdos a través de la Fundación. A este respecto, el gerente de la entidad ha aclarado que estas serían operaciones completamente ilegales, al salirse del ámbito de actuación del organismo y no formar parte de los fines generales contemplados en sus estatutos. No obstante, como reconoce el propio Colsa, siempre que sea para actividades concretas que se estructuren mediante convenios específicos entre la Fundación y el propio club, existirían mecanismos para que los mecenazgos y patrocinios que se concreten tengan su expresión en la SAD. De hecho, un ejemplo perfecto podría ser el reciente acuerdo cerrado con Kia y el concesionario oficial de la marca en Cantabria, Numar Motor, que suscribieron un contrato de patrocinio con la Fundación para que el logotipo de la firma automovilística apareciese en la camiseta que el equipo juvenil luciría en la Copa de Campeones y en la Copa del Rey. Y es que, en el compromiso se incluía la presencia en el césped de Los Campos de Sport de dos vehículos de la enseña coreana al comienzo y descanso de cada encuentro, así como en los aledaños del estadio. “En este caso fue la Fundación la que llegó un acuerdo con el Racing para la cesión de esos espacios y que así Kia pudiese obtener un mayor rendimiento publicitario de su inversión –concreta Colsa–. De cualquier forma, nuestro objetivo no es mantener al club ni pagar el salario de los jugadores, sino lograr aportaciones que sirvan para soportar actividades de ámbito social, cultural y deportivo relacionadas con el fútbol base. Todo lo que se salga del objeto social de la Fundación es delicado y deberá estudiarse detenidamente la fórmula para no vulnerar la normativa existente, si es que es posible”.

Protagonismo en la ampliación

A día de hoy, el Patronato de la Fundación, recientemente acordado, está compuesto por Luis Castro Cobo –presidente–, Rodolfo Rodríguez Campos –vicepresidente y autor del proyecto que dio lugar a la creación del organismo–, Francisco Manuel Somonte –secretario– y Enrique Díez de Velasco, Fernando Peral García y Raúl Gómez Samperio –vocales–. Así pues, este órgano rector cuenta con tres representantes del Consejo de Administración del Racing y uno de la Asociación de Peñas Racinguistas (APR), que se unen así a los grandes impulsores de la iniciativa. Pero, además, de cara al futuro, está contemplado que los principales mecenas de la Fundación pasen a formar parte de su Patronato, algo habitual en este tipo de entidades.

En este sentido, y dado que, según asegura Colsa, los propios estatutos de la Fundación incluyen la posibilidad de que esta pueda adquirir acciones del Racing, se dan los condicionantes para que los benefactores más importantes del organismo puedan tener presencia, directa o indirecta, en el Consejo de Administración del club cántabro, una participación que, lógicamente, sería proporcional a la de la propia Fundación en el accionariado del conjunto verdiblanco. “Creo es algo positivo, sobre todo porque estaríamos hablando de sociedades que quieren formar parte del nuevo modelo de club por el que estamos apostando y que creen en el proyecto socioeconómico y cultural que defendemos para el futuro del Racing –considera el gerente–. En cuanto a la ampliación de capital, es, junto a los préstamos, la principal vía que tiene la Fundación para inyectar liquidez al club, además de una herramienta crucial para evitar que se repitan operaciones como las que ya hemos vivido en torno a la SAD en los últimos años. Es más, tenemos previsto acudir a la que se convocará a corto plazo, aunque desconozco con qué cuantía”.

Teniendo en cuenta el desequilibrio patrimonial que arrastra el club y que la próxima temporada el primer equipo del Racing jugará en Segunda División, la ampliación de capital se antoja como fundamental para asegurar la viabilidad de la centenaria institución. Sin embargo, y asumiendo que es inviable cubrir los 26 millones de deuda existentes de una sola vez, lo que no está tan claro es el importe con el que se planteará la operación. Al menos, se sabe que esta cuestión deberá estar completamente resuelta antes del 31 de julio, fecha en la que el Racing ha de abonar medio millón de euros a la Liga de Fútbol Profesional si el año que viene quiere disputar la segunda categoría del balompié nacional. “Si no somos capaces de afrontar una capitalización de 4 ó 5 millones de euros, tal vez sí podamos hacer varias de 1,5 ó 2 hasta llegar a la cantidad necesaria. Lo verdaderamente importante es afrontar el próximo ejercicio con cierta solvencia económica, porque, de lo contrario, la normativa del ‘fair play’ de la UEFA, que obliga a los equipos a tener un plan real de equilibrio presupuestario, no permitiría competir al equipo”, apunta Colsa.

Y es que, a pesar de que la situación patrimonial de la institución cántabra es sensiblemente menos grave que la de muchos conjuntos de Primera y Segunda División –el Valencia, sin ir más lejos, debe a Hacienda más de 150 millones de euros, frente a los 10 del conjunto verdiblanco–, la inmediatez a corto plazo de la deuda pone en serio riesgo el futuro del Racing. De hecho, en 2015 el club ha de comenzar a afrontar los pagos contemplados en el convenio de acreedores suscrito entre estos y la SAD, sin olvidar que, a día de hoy, aún se adeudan 4 meses de sueldo a empleados y plantilla y que las obligaciones con los acreedores privilegiados –Hacienda, Seguridad Social e Inmoarrabi– han de renegociarse o afrontarse de inmediato.

El centenario de la Asociación de la Prensa de Cantabria se celebra cuando están abiertas todas las incertidumbres sobre el modelo de negocio y el futuro de la profesión. La historia de la institución, que corre paralela a la de los medios en los que trabajan sus socios, recoge el enorme salto dado en el siglo, pero también algunos elementos comunes con el contexto en el que nación la asociación, en 1914.

El paso del tiempo borra la distancia que existe entre los hechos y su narración –si es que existe alguna– y confunde el tiempo vivido con la forma en que este nos ha sido contado. Ese es el hilo conductor de la exposición con la que la Asociación de la Prensa de Cantabria está conmemorando su centenario, que se abrió en abril en la Biblioteca Central de Santander y que recorre la región desde entonces. Los organizadores han reunido paneles con portadas de prensa, archivos sonoros y material cinematográfico y televisivo, en una muestra que quiere probar que buena parte de los propios recuerdos están ahí, fijados en la memoria, porque los contó un periodista. Cualquiera que haya visitado la exposición podrá constatar lo acertado del planteamiento, y también el enorme salto que se ha dado en los medios y formas de comunicar durante el último siglo, y su correspondencia con los cambios en la propia profesión y en el modelo de negocio que la sustenta. Más allá de la exposición, la historia de la Asociación de la Prensa ofrece un recorrido por esos cambios, pero también constata los elementos que mantienen el vínculo entre quienes ejercían el periodismo en los meses previos al estallido de I Guerra Mundial y quienes lo hacen en la actualidad.

La Asociación de la Prensa de Cantabria quedó formalmente constituida el 13 de abril de 1914, cuando de aprobaron los estatutos y se nombró como primer presidente a José Estrañí, director de El Cantábrico. Hay que pensar que la idea vendría de más atrás en el tiempo, pero un texto publicado en el Boletín de Comercio apenas un mes antes de constituir esa primera junta da el definitivo impulso para crear la asociación. Se defendía ahí la necesidad de una institución que aglutinara a los profesionales “de la incansable pluma” y respaldara sus derechos “ayudándoles a sobrellevar estas penalidades de la vida estrecha”. Esta doble idea, la defensa de los derechos y las estrecheces económicas, nunca ha dejado de formar parte de las preocupaciones de la profesión y marca un primer punto de encuentro entre el ayer y el hoy. Desde un punto de vista formal, no hay muchos más: El Cantábrico en el que trabajaba el primer presidente ya no existe, y tampoco el Boletín de Comercio, ni La Atalaya, aunque sí El Díario Montañés. Todos forman la nómina de fundadores de la asociación, que era de la prensa en sentido estricto y que así seguiría siéndolo hasta que en 1934 comenzara a emitir Radio Santander, la primera emisora comercial de la región.

La relación de medios de comunicación y soportes técnicos ofrece un primer vehículo para acercarse a la historia del organismo que representa a los periodistas que, como no puede ser de otro modo, corre paralela a la de las empresas en las que estos trabajan. Atendiendo a ese criterio habría que concluir que ninguna época es mejor que la actual, por cuanto nunca han sido más quienes emiten información con vocación de llegar a un público masivo. El número, de hecho, es difícilmente cuantificable, algo en lo que tiene mucho que ver la irrupción de Internet, y algo menos –aunque también– la proliferación de radios que emiten al margen de las autorizaciones administrativas. Ambos fenómenos tienen que ver con la democratización del acceso a los medios técnicos, que también puede rastrearse en el abaratamiento de los costes de impresión, pero nada de todo ello se ha traducido en una mejora de la rentabilidad de las empresa, inmersas en una doble crisis, económica y de modelo de negocio.

En lo que toca más directamente a los medios y a sus vínculos con la Asociación de la Prensa, ningún otro episodio tiene mayor relevancia que la Hoja del Lunes de Santander. Al igual que sucedía en otras asociaciones de periodistas españolas, la de Cantabria se convirtió a partir de 1935 en editora de esta publicación, un periódico que llegaba a los quioscos el primer día de la semana, cuando el descanso dominical de los periodistas dejaba a los lectores sin un diario que echarse a los ojos.

Hoja del lunes

Entre el año de su fundación y la salida de su último número, el 9 de julio de 1984, la Hoja del Lunes se convirtió en una magnífica fuente de financiación para la Asociación de la Prensa y también, por momentos, en una de las voces más relevantes del panorama periodístico de la región. Lo primero tuvo consecuencias curiosas, como las restricciones que se ponían a los aspirantes a asociarse, que tenían menos que ver con el celo a la hora de valorar capacitaciones profesionales como con el cuidado del reparto de los dividendos. De lo segundo, de la relevancia del medio, pueden hablar los autonomistas, que encontraron en la Hoja del Lunes que dirigía Juan González Bedoya uno de los principales cauces para expresarse durante los primeros años de la Transición. Todo acabó cuando el recién privatizado diario Alerta decidió sacar su propia edición de los lunes, una decisión en la que rápidamente fue secundado por El Diario Montañés. La Hoja santanderina, como las que había en el resto de España, lanzó entonces su número de despedida.

Aunque nada tienen que ver las circunstancias actuales, la desaparición de aquel periódico trae a colación el destino que muchos auguran al papel impreso y a los periódicos tal y como hoy los conocemos. Poner en cuestión al que ha sido principal soporte para la información a lo largo de buena parte del último siglo ha sido uno de los principales efectos de la llegada de Internet, por más que estos alcancen a todos y cada uno de los medios. El canal digital borra la tradicional distinción entre prensa, radio y televisión, asume las funciones de todos ellos y lanza una catarata de interrogantes sobre la forma que tomará el negocio de la información de aquí en adelante.

Además de romper las técnicas, Internet también ha dado una nueva dimensión al tradicional debate sobre quién es, o deja de ser, periodista. Es esta otra de esas cuestiones que entronca con los orígenes de la asociación, que ha alimentado controversias a lo largo de toda la existencia de esta y que hoy en día, con la llegada de las redes sociales y con la idea del periodismo ciudadano ofrece perspectivas sorprendentes. No es un desafío menor ni de fácil respuesta pero, como sucede con la proliferación de medios, confirma el atractivo de una actividad que ha dibujado los recuerdos de varias generaciones, con el trabajo de profesionales hechos a convivir con las penurias económicas. Un atractivo que es la cara y la cruz del periodismo.

La empresa metalúrgica invierte 844.000 euros en la adquisición de una máquina de corte por láser que le permitirá crecer en un producto que hasta ahora tenía que subcontratar, y que abre la puerta a crecer en un mercado de alto valor añadido y con limitada competencia. La nueva inversión, que está previsto completar con la adquisición de una plegadora, abre un nuevo capítulo para la empresa de Gajano, que ha pasado estos años el periodo más difícil de su historia, con una caída del 60% en las ventas.

Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga Fotos de Nacho Cubero
Publicado en mayo de 2014

No son tiempos fáciles, pero tampoco es momento de quedarse parado, Eso es cuanto menos la premisa que se desprende de la última inversión acometida por Eredis, una empresa metalúrgica que acaba de atravesar el periodo más complicado de su historia y que ha adquirido una nueva máquina de corte que va a permitirle afrontar nuevos retos. La inversión, por un montante total de 844.000 euros, es relevante tanto por su cuantía como por el momento en que se produce, en el que conviven las expectativas de crecimiento del mercado con las incertidumbres de la recuperación y, sobre todo, con las enormes dificultades que las empresas tienen para acceder a financiación, que pueden dar al traste con los planes de expansión más elaborados.

Nacida en 2001 y dedicada al corte industrial, Eredis consiguió en los años previos a la crisis una importante cartera de clientes en la que fueron contando cada vez con más peso los sectores naval, aeronáutico y eólico. En ese proceso tuvo especial relevancia la adquisición en 2006 de una máquina de corte de plasma más grande, capaz de trabajar con chapas de hasta 12×3 metros, lo que permitía dar servicio a clientes que pedían piezas de mayor tamaño y con la máxima precisión en el corte. La caída de la actividad asociada a la crisis llevó las ventas de Eredis a una caída del 60%, en comparación con el dato de 2008, y a un ajuste en la plantilla que dejó esta en 5 trabajadores, frente a los 11 con que se contaba antes de la recesión.

Con todo, la evolución de los últimos años ha situado a la empresa ante una perspectiva no muy diferente a la que existía en 2006. Aunque la demanda sea mucho menor, los clientes siguen demandando piezas mejor acabadas, con mayor precisión en el corte y en dimensiones –en largo, alto y, sobre todo, ancho– a las que no pueden dar respuesta las máquinas de corte por agua y por plasma con que contaba Eredis, que se veía obligada a subcontratar esos trabajos a otros proveedores. La evolución de la tecnología, que hace posible cortar con láser chapas cada vez más gruesas, venía marcando una evolución en la demanda a la que no se podía dar respuesta en la medida deseada. “Llega un momento en que vemos que donde debería haber una oportunidad, lo que tenemos es un problema”, resume Javier Calva, gerente de Eredis: “La subcontratación generaba complicaciones logísticas, dificultades para dar servicio al cliente de la manera que queremos y con la rapidez necesaria, además de obligarnos a trabajar sin apenas márgenes”.

El laberinto tenía una salida más o menos obvia, que pasaba por adquirir una máquina de corte láser propia, condicionada por la enorme dificultad que tiene hoy una pyme para acceder a financiación. La barrera se antojaba insalvable hasta que, con la mediación de una empresa asturiana especializada en la materia que se ocupó de presentar el proyecto, consiguieron el apoyo financiero del programa de Ayudas para Actuaciones de Reindustrialización del Ministerio de Industria. De ahí ha salido, con una financiación a 10 años, el 75% de la inversión para adquirir la máquina de corte por láser, con unas dimensiones que permite trabajar sobre chapas de 6×3 metros. “No hay muchas máquinas de esa capacidad en el norte de España, y eso nos permite eludir la competencia con empresas que tienen máquinas más pequeñas, y ya amortizadas”, explica Javier Calva.

La adquisición de la máquina ha llevado aparejada la compra de una nave, contigua a las instalaciones de la empresa, y su acondicionamiento, lo que eleva el volumen de la inversión por encima de los 1,3 millones de euros. Ya planificada aunque todavía no se ha realizado, está la compra de una plegadora, una inversión que también se relaciona directamente con la entrada en servicio del corte por láser, ya que permitir avanzar un paso más en el acabado de las piezas.
Aunque hasta ahora los trabajos de corte por láser tenían un peso residual en la actividad de Eredis, el conjunto de inversiones acometidas supone una clara apuesta por este segmento del mercado, al que se concede un importante potencial de crecimiento. Entre los clientes de Eredis –talleres y caldererías muy especializados, como Degima o Caldemon– es creciente la demanda de piezas complejas, con altos acabados y calidades de corte y en grandes grosores. De hecho, y aun sin haberse puesto en marcha la nueva línea –lo que está previsto que suceda en los primeros días del mes de mayo–, Eredis ha contratado ya a dos personas y cuenta con los primeros pedidos, incluso para la futura plegadora.

La creación de la nueva línea de producto ha llevado a los responsables de Eredis a vivir en primera persona el reto que para cualquier empresa –y singularmente para una micropyme, como es el caso– supone hoy la innovación. Javier Calva no tiene ninguna duda a la hora de resumir la cuestión: sin la aportación del programa de ayudas del Ministerio de Industria, una actuación como la llevada a cabo por Eredis hubiera sido imposible: “No hay financiación bancaria, pero no ya para una inversión como esta, sino para el día a día. A nosotros, que nunca hemos fallado un pago, se nos ha tratado como a morosos, reduciendo las líneas de crédito y poniéndonos en una situación límite. Mientras esto no cambie, las dificultades de la pequeña industria para crecer, o simplemente para sobrevivir, van a seguir siendo enormes. Y no hay que olvidar que las pymes son las principales creadoras de empleo en la industria de Cantabria”.

El Mercado de La Esperanza cumplió hace dos años su primer siglo de vida. Largo tiempo en el que ha sabido aunar la tradición del tendero de confianza con la necesidad de adaptarse a los cambios sociales y formas de venta

Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en septiembre 2006

Antes la bolsa de la compra se llenaba a paseos. Un recorrido por entre los puestos del pescado, buscando el lomo más azul de la lubina, el bonito que tuviera la sangre más fresca, la merluza que admitiera ser comprada por menos de lo que en realidad costaba. Después a la carne, preguntando aquí y allá, a unos y a otros, en el puesto de quién aguardaba el solomillo más tierno y sabroso y el cordero al que todavía le sobraban las asadurillas. Los quesos más rudos, la leche de vaca de pasto, la verdura recién traída de una huerta sin conservantes ni colorantes. Hubo un tiempo en el que la compra se hacía a golpe de confianza.Llamándose por el nombre, fiando cien gramos de algo que llevarse a la boca. Pero el tiempo pasa.

Tanto que desde aquel 10 de abril ya se han gastado más de cien años. Fue en 1904 cuando las calles de Isabel II y La Esperanza vivieron un par de días de fiestas, luz y cohetes. “Se encuentran adornadas con multitud de banderolas, gallardetes y focos eléctricos, estando también engalanados con colgaduras la mayoría de los balcones de las casas”. Así rezaba la nota de prensa aparecida en El Cantábrico con motivo de su inauguración. Porque hace años se celebraban las cosas con la ilusión de que todo era nuevo. Y más aún un mercado que conseguía aunar en sus esquinas lo mejor de la huerta, el mar y la granja.

El Mercado de La Esperanza abrió sus puertas tras finalizar la obra suscrita por los arquitectos Eduardo y Juan Moya, que contó con un presupuesto de 464.532,42 pesetas. Un edificio que se levantó sobre los solares del antiguo monasterio de San Francisco. En aquel entonces, Leonardo Corcho y Carlos Rochelt hicieron propias las subastas en las que se concursaban las obras tanto del palacio municipal como del mercado, respectivamente. Pero finalmente, Rochelt decidió ceder sus derechos a Corcho, sobre quien recayó la responsabilidad de ambos proyectos.

Cuentan las crónicas del momento que las obras no fueron del todo tranquilas. Los obreros se amotinaron en un par de ocasiones, llevando su protesta a la huelga. En su defensa, aludían a que el capataz podría incluso haberles maltratado. Sin saber nunca si aquello llegó a ser cierto, la realidad se escribe con dos semanas de paro y varios titubeos y ademanes de nuevas huelgas.
Pero frente a las discrepancias y los infortunios, el mercado terminó abriendo sus puertas de hierro, para dar paso, después de los días de jolgorio y fiesta, a las compras del día a día. Aldeanas –mujeres que vendían las verduras y hortalizas que ellas mismas habían cultivado– y renoveras –que compraban material a las aldeanas para luego revenderlo– se entremezclaban con los propietarios de los puestos fijos. En un principio, a excepción de quienes contaban con una concesión para su punto de venta –los puestos adosados a la pared–, el resto se cogían diariamente, por el tradicional sistema de llegar antes que nadie. Así, las bancadas de madera situadas en el centro, estaban ocupadas por madrugadores vendedores que, horas después, habrían de pagar las papeletas de ocupación de día. No obstante, el respeto a la antigüedad se hacía latente en tanto unos y otros ocupaban la misma plaza cada día.

Con la venta de hortalizas aprobada el 2 de noviembre de 2004, el mercado comienza sus primeros años de gran actividad. Son las décadas doradas. Años en los que no existía otra forma de comprar, al menos en la ciudad, que no fuera previo paso por alguno de los mercados. Del Este, Atarazanas… O tal vez en los colmados. Pero al fin y al cabo, reunir entre cuatro paredes todas y cada una de las necesidades del día a día, trae consigo a cientos de caras distintas en cada jornada de trabajo.

La historia del mercado corre entre la monotonía de algunos cambios de negocio, más y más gente confiando en sus tenderos de toda la vida, algún que otro lavado de cara y un cada vez mayor respeto por el género dispuesto. Pasa tan rápida la vida en la plaza de La Esperanza, que la guerra no se deja notar más que lo lógico. Clientes que dejan de ir, una ciudad más pobre de lo que gustaría a cualquier comerciante, pero las puertas se siguen abriendo cada mañana.
¿El mercado es inmortal? No, y el 15 de febrero de 1941, tras las fuertes rachas de sur que asolaron la ciudad durante dos días, se dejó matar en parte. El incendio de Santander se llevó consigo los cuartos de todo aquel que hubiera visto en el centro el lugar ideal para apuntalar su negocio. Afortunadamente, el fuego no llegó a traspasar las puertas de hierro del colmado de colmados. Pero aquel sur que corría a 200 kilómetros por hora resquebrajó su techo de cristal y los desperfectos se notaron durante meses. Sin embargo, ninguno de los tenderos tuvo que echar mano de los barracones que el régimen instaló en las calles cercanas.

Ya repuesto del mayor susto con el que tuvo que lidiar en ésta su historia, recorre una posguerra que fue dura para la gran mayoría. Pasan los años, las décadas y llegada la transición, las gentes comienzan a conocer conceptos antes lejanos y difusos, tales como asociacionimos y lucha conjunta. De esta manera, uno de los mayores pasos al frente por los comerciantes del Mercado de La Esperanza es dar vida a una asociación que defienda sus intereses como conjunto.

El porqué de su nacimiento no es casual. En el mes de julio de 1980, apareció en el tablón de anuncios del mercado un anuncio en el que se solicitaba a los comerciantes el pago de la reforma acometida por el Ayuntamiento. ¿El precio? 250.000 pesetas por metro cuadrado para los de la planta superior y 125.000 pesetas para los de pescadería. Antonio Pérez Martínez, Julio Aguirre Toyos, Manuel Pérez Cavanillas y Pedro L. Canser comienzan a trabajar para que las quejas de todos se conviertan en una sola, y combatir así contra lo que ellos consideraban una injusticia. Pocos días después, se van uniendo más y más tenderos, hasta que pasado un mes, más en concreto el 20 de agosto, queda establecida la Asociación de Comerciantes del Mercado de La Esperanza, cuyo primer logro fue lograr que los que llevaban años sin más derechos que el mero respeto de sus compañeros, pasaran a ser concesionarios de su comercio durante 50 años iniciales, pudiéndose prorrogar el contrato durante 25 años más. Hasta entonces, tan sólo tenían derecho a tal situación quienes regentaran un puesto adosado a la pared o los que hicieran esquina original. Amén de conseguir enmendar el despropósito que originó las negociaciones –el pago de la reforma– con una decisión que contentó a todos: pagar sí, pero no todo y con facilidades. Tal es la necesidad de cantar victoria que la entrega de los contratos se llevó a cabo durante el transcurso de una cena de hermandad. Entre los 400 invitados, estaba el alcalde en aquellos años, Juan Hormaechea.

Y así llega la historia hasta el siglo XXI. Una época que afrontará cambiando su imagen, ya que el Consistorio santanderino ha publicado una futura reforma que situará al Mercado de La Esperanza en la vanguardia. Para que siga adaptándose, sin apenas meter ruido –al menos de puertas afuera–, al tiempo que pasa frente a los mostradores.

Los herederos de Máximo Bolado llevan desde 1870 seleccionando los mejores vinos de mesa para los consumidores de la región.

Texto de Jose Ramon Esquiaga @josesquiaga. Publicado en enero 2000

La afición por el vino de los cántabros daría pie para hacer más de un chiste malintencionado, pero lo cierto es que la región cuenta con una tradición vinícola que se sustenta en el consumo, y no en la producción. Los buenos aficionados presumen, con razón, de la calidad de los blancos de solera que se sirven en capital y provincia, y que son justos herederos de un gusto por el fruto de la vid que se pierden en la nebulosa de la historia. Una buena parte del paladar de los cántabros se ha educado en el buen hacer de los almacenistas santanderinos, que a su vez se han beneficiado de los altos niveles de consumo per cápita para asegurar la continuidad de sus negocios a lo largo del tiempo. Es el caso de la empresa más veterana, Nieto de Máximo Bolado, que sirve hoy en día una gama de productos que entroncan directamente con los que el fundador traía de la localidad castellana de Nava del Rey en el último tercio del siglo XIX.

La responsabilidad de regir los destinos de la empresa recae hoy en día sobre los hombros de César, Alfonso, Esther y Carlos Obregón López-Alonso, biznietos de quien echara a rodar la compañía en el lejano 1870. Los hijos de éstos, que ya se han incorporado al negocio, aseguran el relevo generacional. Ni los medios de transporte ni las vías de comunicación eran las mismas entonces que ahora, y desplazarse a las regiones productoras se convertía en poco menos que una aventura. Don Máximo viajaba en ferrocarril hasta Medina del Campo, y desde allí se trasladaba en carro hasta Nava del Rey, la localidad donde adquirían el vino. Hacía falta buen ojo para adquirir un producto con una calidad adecuada, y otro aún mejor para evitar engaños en el trasvase del caldo a los bocoyes –barriles con capacidad para más de 700 litros– y en el traslado de éstos hasta la estación y desde ahí hasta la capital de Cantabria. No acababa entonces la labor del almacenista que, en una época en la que la botella no era el recipiente más utilizado para el vino, debía trasladar los grandes garrafones a los bares de Santander, que almacenaban el licor en sus propias soleras.

En todo este trajín acompañaba a don Máximo su nieto César, quien desde muy joven se implicó en la dirección. De hecho, el natural paso de la empresa de padres a hijos iba prácticamente a saltarse una generación: el negocio de Máximo Bolado lo continúa su hija Julia, casada con Victoriano Obregón, si bien el interés de éste por otros negocios distintos del vinícola iba a terminar por poner la empresa en manos del hijo de ambos, el mencionado César Obregón, padre de los actuales rectores y el responsable del nombre que mantiene hoy la sociedad. A los actuales propietarios la tradición bodeguera les viene por las dos ramas familiares, ya que su abuelo materno era el propietario de las Bodegas López-Alonso.

Desde la fundación de la empresa hasta el muy reciente traslado de la misma a la Ciudad del Transportista –una circunstancia que tuvo lugar en 1993– el continuo ir y venir de barriles y cisternas causó no pocos quebraderos de cabeza a los responsables del almacén. Los locales de la Cuesta del Hospital, pese a las sucesivas ampliaciones, se vieron en los últimos tiempos rodeados por el bullicio de una ciudad que ya no era la de principios de siglo, hasta el punto de que la difícil descarga de los camiones cisterna de 20.000 o 30.000 litros tenía que hacerse los sábados a la intempestiva hora de las cinco de la mañana.

Hoy en día Nieto de Máximo Bolado sirve a los cántabros cerca de un millón de litros anuales, tanto en las variedades de tinto y claro, como en mistelas, vermouths y manzanillas. Sin embargo, y por aquello de las denominaciones de origen, en estos dos últimos casos el producto se vende con los nombres respectivos de vino de licor y vino de mesa. Ya no existe el producto a granel y los caldos se venden en la correspondiente botella, identificada con alguna de las cuidadas etiquetas de la marca. Lo que sí se mantiene es la tradición viajera de los responsables de la empresa, que persiguen por media España los caldos más adecuados al gusto de sus clientes: el tinto procede de las bodegas de Ramírez de la Piscina, en la localidad riojana de San Vicente de la Sonsierra, de donde llega el producto ya etiquetado, en tanto que el rosado se trae diariamente desde un pueblecito de Cigales, en Valladolid. No son los puntos más lejanos que visitan los bisnietos de Máximo Bolado, que se desplazan hasta Reus en pos de la Mistela y hasta la lejana Sanlúcar de Barrameda para adquirir la manzanilla, por más que aquí tenga que cambiar de nombre. En cualquiera de los casos los productos terminan, hoy como hace 130 años, en la mesa de alguno de los muchos devotos de Baco que existen a este lado de la cordillera cantábrica .

A pesar de que el paso del tiempo haya puesto su permanencia en vilo, Mutua Montañesa ha logrado mantenerse como una de las entidades de referencia de su sector. Crisis y años de bonanza se han sucedido hasta completar una historia que el pasado 2005 cumplió su primer siglo de vida.

Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en mayo 2007

En una historia que dura ya más de cien años, resulta lógico que transcurran los nombres, las personas, los lugares, los problemas, los acontecimientos… Si en la historia, además, uno se encuentra convalecencias con final feliz, curas asistidas o, incluso, vidas salvadas, haber cumplido más de un siglo traspasa lo anecdótico para convertirse en algo que todos necesitábamos y que así ha sido. Mutua Montañesa nació en 1905. Hace un par de años, toda la región sopló su tarta centenaria.

Para hablar de su recorrido a lo largo del siglo pasado, lo mejor es remontarse 170 años y conocer los orígenes del mutualismo en España. En la primera mitad del siglo XIX, Santander contaba ya con varias corporaciones de socorros mutuos que existían incluso antes de que nadie hubiera dictaminado una reglamentación. La Hermandad de Socorros para las cigarreras de la Fábrica de Tabacos de Santander, fundada en 1833 es el primer antecedente sobre el que fijar el nacimiento de Mutua Montañesa. Pero no será la única corporación de este tipo en la ciudad. La Hermandad de Carpinteros (1848) y la de Barrileros y Toneleros (1849) conforman el tridente mutualista de la región en aquel siglo XIX.

A esta situación se la ha de añadir el catastrófica panorama que vivía el país en los últimos años de aquel siglo. La pérdida de las últimas colonias ultramarinas situaban a España, y más en concreto a las ciudades con intereses portuarios, en un reafirmarse en su proceso de expansión y crecimiento. Santander, además, había de recordar aquel 1983 en que el Machichaco mató a 500 personas. Demasiadas necesidades y un fin factible conforman la ecuación perfecta para llegar a 1905.

Y así, el 26 de octubre de dicho año, el notario Higinio Camino de la Rosa fue testigo de la firma constituyente de la Sociedad de Seguros Mutuos de Santander sobre Accidentes de Trabajo. ¿Los precursores? Un grupo de empresarios y trabajadores vinculados a negocios mineros y consignatarios del puerto. La primera sede de la actual Mutua Montañesa se emplazaría en la calle del Muelle, en el número 31, cobijando así a la primera de sus juntas directivas, con Fernando Lavín Casalís como su primer presidente y Julián Bartolomé Cagigas como primer director gerente. El nombre de Cesáreo Ortiz Val pasará a la historia de la compañía por ser el del beneficiario de la primera póliza, presentada el 16 de diciembre de aquel 1905.

A partir de ahí, comenzaría el día a día de la entidad, marcado por las primeras incidencias. La huelga general minera que se extendió desde Somorrostro a Santander habría de convertirse en el primer incidente laboral grave; y Minas San José pasará a la historia como el lugar en el que falleció la persona que habría de cobrar la primera indemnización por accidente mortal.

La fusión con la Sociedad Mutua Asturiana de Accidentes, la llegada de la póliza número 100 y la estabilidad económica y social de la entidad marcan el final de la primera década del siglo XX. Años en los que apenas se cubrían incidentes que no fueran más allá que los meros riesgos propios de cualquier trabajo.

No obstante, el tiempo hubo de correr en contra de la mutua. El primer cuarto de siglo de historia de la sociedad estará marcado por el imparable descenso de la actividad minera en la región, lo que se traduce en balances pesimistas y augurios agoreros.

Pero nada podía hacer suponer la nefasta entrada en la década de los 30 y la incluso peor llegada de los años 40. La Gran Depresión; la prometedora pero efímera república, con su Ley de Accidentes de Trabajo en la Industria que obligó a la Mutua a adaptar su régimen estatutario; la Guerra Civil; el incendio de Santander, que se produjo tan sólo un año después de que la entidad abriera su mercado para crear el Ramo de Incendios, y en el que se vio implicada en 26 siniestros, de los más de 375 edificios que resultaron calcinados en la ciudad. Pocas veces ha vivido tiempos felices, pero siempre ha conseguido levantar cabeza y seguir contando su historia.

Y así hasta hoy, sobreviviendo el siglo XX para adentrarse en el XXI con presencia en once de las diecisiete comunidades autonómas españolas, contar con 400 empleados y manejar una cartera de 25.000 empresas y 206.000 trabajadores asegurados. Que a pesar de haber sido absorbida por la Entidad de Seguros Mutuos de Ávila, ha mantenido su carácter y su origen. Que es en Cantabria donde nació y en Cantabria donde su punto de referencia: el centro Ramón Negrete, donde muchos trabajadores, ancianos e incluso niños, han visto como alguno de sus problemas, eran arreglados por Mutua Montañesa.

El puerto de Santander ha marcado la evolución de la economía cántabra a lo largo de los dos últimos siglos.

Texto de Jose Ramon Esquiaga @josesquiaga. Publicado en abril 2000

¿Cuántos años tiene el puerto de Santander? He ahí una pregunta a la que es difícil no contestar a la gallega: depende. No estarán faltos de razón quienes apliquen literalmente el dicho y afirmen que es tan viejo como la orilla de la mar, pero también estarán en lo cierto quienes fijen la fecha de nacimiento en la constitución de la Autoridad Portuaria, un hecho que tuvo lugar en el recientísimo 1993. Ambos grupos, sin embargo, podrían ponerse de acuerdo en situar en 1872, año en el que se creó la Junta de Obras del Puerto, el acta de nacimiento de lo que dio origen a la institución portuaria actual. El viejo puerto romano de los albores de la era cristiana –la orilla de la mar, al fin y al cabo– encontró en ese organismo decimonónico el cauce con el que dar salida al creciente tránsito de mercancías que se movían en los muelles. Aquella primera Junta de Obras del Puerto, presidida por el entonces alcalde, don Prudencio Sañudo, representó un paso decisivo para que la gestión del puerto pasara a manos de las fuerzas vivas de la ciudad: Ayuntamiento y Diputación, por un lado, y la floreciente burguesía santanderina, por el otro. Completaban aquella primigenia junta directiva don Francisco Sánchez, como director, y el ilustre don Marcelino Sanz de Sautuola como secretario.

La nueva etapa que se abrió entonces representó en realidad el canto de cisne de uno de los puertos de más esplendor de la península y, sin duda, el más importante de la cornisa cantábrica. Para entonces, hay que recordar que estamos en el año 1872, ya habían pasado algunas cosas determinantes para el futuro del puerto y de la ciudad. La edad de oro se había iniciado un siglo antes con la apertura, en 1753, del Camino Real de Reinosa. La nueva ruta permitió desviar a Santander el importante comercio de las lanas que antes tenía lugar por Bilbao, al tiempo que deja a la ciudad de Santander inmejorablemente colocada para aprovecharse del comercio con América. Casi un siglo después de inaugurado el Camino de Reinosa se proyecta el ferrocarril de Alar del Rey; si aquél introdujo a Santander en el Siglo de las Luces, éste tendría que haberle dado el pasaporte hacia el siglo XX. Pero los acontecimientos van a dibujar un escenario distinto del esperado y van a marcar el inicio de la decadencia: la descomposición de la Administración, la invasión francesa y, finalmente, la independencia de las últimas colonias van a eclipsar el auge comercial santanderino. La quiebra del ferrocarril arrastró tras de sí las esperanzas de esta incipiente burguesía.

La pérdida de los mercados coloniales protegidos terminó por perfilar un cambio paulatino en las instalaciones portuarias, que dejaron de ser redistribuidoras de productos lejanos para parecerse más a las actuales, en las que el tránsito de mercancías refleja mejor la demanda de importaciones y exportaciones de la economía y la población cántabras.

Aquel puerto, en el que ahora hace cien años se instaló la grúa de piedra, bullía entre el muelle saliente de Maura y los muelles de Maliaño, realizados en los rellenos acondicionados para que el ferrocarril entrara en la ciudad. Se urbanizaba así una enorme extensión de terrenos ganados al mar, desde el acantilado del Promontorio de Somorrostro –detrás de la catedral– hasta la punta de Maliaño. Era el suelo donde se pensaba asentar la nueva burguesía ilustrada santanderina, y en el que estaba previsto llevar a la práctica los modernos criterios urbanísticos de la época. La explosión del Cabo Machichaco, que tuvo lugar en esos mismos muelles en 1893, dio al traste con el proyecto y generó una enorme desconfianza hacia un sector de la ciudad que se encontraba peligrosamente cerca de donde tenían lugar las labores de estiba y desestiba. La mencionada grúa de piedra, situada entre los muelles del siglo XIX y los construidos en el XX, es un magnífico testigo de la evolución de la relación entre la ciudad y el espacio portuario. Progresivamente empujado hacia el sur, el puerto de Santander es hoy, fundamentalmente, el puerto de Raos; los viejos muelles de Alboreda y Maliaño se han quedado para acoger el Ferry, los cruceros y una mínima porción de mercancías.

Ya se ha dicho que el puerto actual se parece más al que resultó de la recesión de fines del siglo XIX que al que surgió con la Ilustración y la intervención de la Corona a su favor. Pero también es cierto que nunca se abandonó del todo la idea de ser un puerto sin ataduras regionales y con fuerte vocación internacional. Las huellas del pasado pueden rastrearse en la renovada relación con Castilla y León, que ha vuelto a volcar su agricultura e industria hacia Santander, y también en la llegada al puerto de mercancías procedentes de todo el mundo.

Estampas santanderinas

En todos estos años la presencia de las instalaciones portuarias ha dejado su rastro en el acontecer diario de la ciudad. Aunque es cierto que no siempre ha sido para bien –la explosión del Cabo Machichaco es la mayor tragedia de la moderna historia santanderina– el ir y venir de los barcos ha dejado estampas imborrables en la memoria de la capital cántabra. Los más curiosos, si tienen años para ello, recordarán el paso por la bahía del ‘Tula’, un viejo petrolero que tendría la consideración de ser el mayor buque que ha pasado por Santander si no fuera porque cuando llegó a la ciudad, el 13 de junio de 1976, era ya sólo un pecio –eso sí, de 325 metros de eslora– remolcado hacia el desguace. Más moderno es el paso del ‘Queen Elizabeth 2’, que entró en el puerto en 1996 y que, con sus 292 metros de proa a popa, pasa por ser el mayor barco que ha pasado por nuestro puerto. Ambas embarcaciones fueron protagonistas de acontecimientos que congregaron a los santanderinos en torno a los muelles, en una comunión entre puerto y ciudad que se repite periódicamente y que forma parte de la esencia del uno y de la otra.

El Dromedario que fundó Antonio Fernández Baladrón ha caminado atravesando tres siglos, con el café como principal producto y sorteando los obstáculos de un mercado que ha sufrido cambios vertiginosos en las últimas décadas.

Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga Publicado en junio de 2007

El sabor de una magdalena –mojada en tila, para más señas– era el vehículo en el que Marcel Proust viajaba a su infancia en busca del tiempo perdido, en una licencia literaria que ha hecho fortuna y que no cabe discutir, pero con la que difícilmente se identificará cualquiera que tenga un mínimo afecto por el café. Porque pocas cosas son tan evocadoras como el aroma del molido y de la infusión, que queda en la memoria del niño mucho antes de que se le permita catar su primera taza. Y si se habla de café y de tiempo, y se sitúa todo ello en un espacio geográfico cercano a los cántabros, es obligado acabar la frase con un nombre propio: Dromedario, la marca que eligió en 1871 Antonio Fernández Baladrón para identificar el principal producto de la empresa que acababa de fundar. Se tostaron aquellos primeros sacos de café a pocos metros de los muelles donde habían sido descargados, en una fábrica levantada en la santanderina calle de Juan de la Cosa.

La mención a los muelles portuarios nunca es baladí cuando se habla del Santander del último tercio del siglo XIX, volcado en el tráfico ultramarino y con un carácter cosmopolita y emprendedor que iba a ir perdiéndose, hasta casi olvidarse, con el cambio de centuria y el correr del siglo XX. Era en aquel Santander decimonónico donde uno podía encontrar figuras como la de Antonio Fernández Baladrón, cuyo nombre aparece de continuo en las crónicas de la época asociado a iniciativas variopintas –la puesta en marcha de la Cámara de Comercio, la fundación del cuerpo de bomberos voluntarios o la construcción del Palacio de la Magdalena y el Hotel Real– que tienen como elemento común su relevancia económica y social. En ese marco hay que situar también la creación de Antonio Fernández y Compañía, una sociedad que nació como unipersonal, fue luego regular colectiva, más tarde limitada y finalmente anónima, siempre con el café como principal –aunque no única– razón de ser.

Inauguración de la nueva fábrica en la calle Ruiz Zorrilla, de Santander. La plantilla posa en la azotea.

Desde su ubicación a pie de puerto, la empresa importaba productos llegados mayoritariamente de ultramar, aunque durante muchos años el aceite andaluz contó con espacio propio, en forma de piscina, en las dependencias de la empresa. Como espectadora privilegiada contempló tragedias portuarias como la del Machichaco o, en un tono menos luctuoso, la pérdida del Alfonso XII, buque insignia de la Transaltlántica que se fue a pique en 1915 en la bahía –casi frente a la fábrica– víctima del viento sur y de una reparación mal terminada, llevándose al fondo el café que el barco correo había traído desde Cuba para Antonio Fernández y Compañía.

La sede portochiqueña se abandonó en 1934, para trasladarse a la calle Ruiz Zorrilla, en lo iba a ser la primera salida del casco urbano, dado que la fábrica se levantó en lo que por entonces era un páramo de arenales y solares vacíos, salpicado apenas con algunas otras naves industriales construidas entre las líneas del ferrocarril. En los primeros años de funcionamiento de la nueva planta fabril, Dromedario mantendría las oficinas en la calle Aduana, donde estaban desde que fuera fundada la empresa y hasta que el incendio de 1941 acabó con ellas y se buscó sitio para las nuevas, a pie de fábrica. El humo de otros fuegos –los que tostaban diariamente el café– provocaría décadas después el nuevo exilio de la empresa cafetera, que había ido viendo crecer a su alrededor, a pocos metros de la boca de sus chimeneas, el barrio más poblado de la capital de Cantabria. Corre el año 1981 cuando con la inauguración de la moderna planta fabril de Heras se pone fin, por ahora, al periplo viajero de la empresa.

Aunque obligados a la hora de establecer cualquier cronología, los traslados no han sido los cambios más importantes a los que ha debido hacer frente la empresa a lo largo de su recorrido a través de tres siglos. En cuanto a la propiedad, se dio paso a segundas y terceras generaciones de los Fernández-Baladrón, que compartieron consejo con nuevos accionistas para, finalmente, salir de la sociedad con la llegada del nuevo milenio. En lo que se refiere  al negocio, a la empresa que nació comerciando con las provincias de ultramar le ha tocado vivir la pérdida de Cuba, ser incautada por el gobierno republicano durante la guerra civil, operar en el obsesivamente regulado mercado franquista para quedar después, huérfana de la noche a la mañana de la tutela estatal, ante la difícil tesitura de competir con las gigantescas multinacionales cafeteras. Dos aspectos –accionariado y mercado– en los que merece la pena detenerse y que, por lo demás, no dejan de estar muy relacionados.

Como dice el tópico, si al fundador le correspondió poner en marcha la empresa, a sus sucesores les cupo la responsabilidad de hacerla crecer. Al primer Antonio Fernández Baladrón le sucedieron sus hijos Antonio y Manuel, y su sobrino Aurelio Fernández Velilla, a quienes tocó tomar la decisión del traslado a Ruiz Zorrilla. En 1940 se incorpora la tercera generación, que va a enfrentarse a acontecimientos decisivos. La España de Franco consideraba el café una materia prima estratégica, de manera que centralizaba las importaciones y controlaba el mercado por el expeditivo método de decidir los cupos que asignaba a cada fabricante. Este no tenía arte ni parte en la compra de la materia prima –con lo que era también muy limitada su responsabilidad en la calidad del producto final– y veía muy acotadas sus posibilidades de diseñar cualquier estrategia. No es difícil imaginar el café que colocaban los productores al funcionario español encargado de las compras –cuya calidad, al decir de quienes conocieron esos tiempos, oscilaba entre lo malo y lo peor– ni tampoco las limitadísimas perspectivas empresariales que permitía este sistema.

En los primeros años de posguerra la situación es todavía más complicada debido al racionamiento, lo que lleva a abrir toda una línea de negocio alternativa como almacenista de alimentación. La propiedad de la empresa está en esos momentos en manos del tercer Antonio Fernández Baladrón, de los Fernández Velilla y de Carlos Pascual Ruiz, que había heredado su participación por vía indirecta –era cuñado de Aurelio Fernández Velilla– y a quien como director le tocó asumir la tarea de dirigir la empresa en un momento crucial.

Valentía empresarial

Dromedario fue entonces una ‘rara avis’ dentro de un sector que sesteaba protegido por un sistema que anulaba la competencia y desalentaba las iniciativas arriesgadas. Cuando hacía fortuna el dicho de que la máquina más cara en un tostador de café era el coche del dueño, la empresa cántabra ponía en marcha la fábrica de Ruiz Zorrilla y medio siglo después, cuando el sector apenas había reaccionado a la incipiente liberalización, construía la moderna planta de Heras y se embarcaba, junto a otros once cafeteros españoles, en la fundación de Comercial de Materias Primas, una sociedad anónima que iba a encargarse de profesionalizar la compra del café en origen.

Mucho antes de esto se había ido abandonando la actividad mayorista en beneficio del negocio cafetero, convencido como estaba Pascual Ruiz de que el futuro de Dromedario sólo podía asentarse en ese producto. En todo caso, el director de la empresa no deja pasar oportunidades ni siquiera cuando sale de determinados negocios y, por ejemplo, participa junto al resto de almacenistas santanderinos de aceite en la creación y puesta en marcha de Sotoliva, que sería durante años una empresa de referencia en su sector. En relación con el café, compra la palentina Cafés Tarrero, que vendería años después su hijo, y aprovecha todos los resquicios de la ley para crecer. A su favor, además de su probada capacidad para pasar por encima de las dificultades, jugaba el hecho de que Dromedario contaba con generosos derechos de importación, ya que los cupos se decidían en función de las importaciones pasadas y la empresa ya era relativamente grande –para lo que era el sector cafetero español– antes de la guerra. Cafés El Dromedario se convierte en la tercera marca española por volumen, sólo por detrás de la madrileña Columba y la sevillana Marcilla, que sería años después uno de los caballos de Troya para la entrada de las multinacionales en España.

La inauguración de la fábrica de Heras, años después de la jubilación de Carlos Pascual, marca en cierto modo el final de la etapa que éste había pilotado. Antonio Fernández y Compañía había llegado hasta los años 80 con un consejo de administración que entroncaba de una u otra forma con el origen de la empresa, a través de dos ramas distintas del tronco originario –los Velilla y los Baladrón– al que se había sumado la familia Pascual. Con el capital social repartido casi exactamente por tercios entre estas tres ramas, los Velilla van a ser los primeros en salir de la empresa, al vender su participación a los hermanos Sámano, mexicanos oriundos de Cantabria que volvían de este modo a tener negocios en su tierra.

El sector cafetero español se encuentra en este momento en plena transformación. La entrada de las multinacionales, unida a la llegada de las grandes superficies, crea dos mercados diferentes, hostelería y tiendas de alimentación, amenazando con expulsar de este último a los tostadores locales, obligados a su vez a buscar tamaño para sobrevivir. Dromedario, que era un pequeño gigante dentro del atomizadísimo sector, escucha los cantos de sirena de inversores que quieren comprar la marca y trasladar la producción, una opción que ni siquiera llegan a contemplar los propietarios. En Heras se fabricaban entonces cafés de las marcas Dromedario y Cafeto, y se servía al mercado cántabro y a las pequeñas delegaciones de Valladolid, Madrid y Cádiz.

Los noventa vuelven a colocar a la empresa en una encrucijada, cuando los Pascual deciden deshacerse de su participación y barajan opciones que, por una u otra razón, no son del agrado de los Baladrón, uno de cuyos miembros, Enrique Zalduondo, es el director de la empresa. En ese momento hay otra familia de honda raigambre cafetera que tiene sus propios problemas sucesorios: los Baqué Delás, hijos del fundador de la vizcaína Café Baqué, acaban de perder el control de la empresa familiar y no quieren desligarse de un negocio que llevan en la sangre. Enrique Zalduondo aboga por la opción de los vizcaínos que, en una operación realizada a uña de caballo, terminan adquiriendo las acciones de la familia Pascual.

El empuje de los hermanos Baqué va a ser decisivo para el crecimiento de Dromedario, que se convierte en cabecera de un grupo decidido a saltar por encima de las fronteras regionales. Dromedario compra Cafés Casado y Cafés Delavilla, en Madrid, y traslada la producción a Heras. La estrategia va a repetirse en 2002, cuando adquiere Cafés Pozo, marca madrileña excelentemente posicionada en la hostelería de la capital de España, y la vitoriana Cafés Araba, fabricante de la marca La Tostadora. Para entonces los Baqué han comprado la participación de los Zalduondo Baladrón, lo que les convierte en accionistas mayoritarios de una empresa que tuesta cerca de dos millones y medio de kilos de café al año y de la que se sirven cada día 700.000 tazas en bares y cafeterías de toda España.

La salida de los Zalduondo Baladrón rompe el último lazo familiar con el fundador, lo que de alguna manera quedó refrendado con el cambio de la razón social, que dejó de ser Antonio Fernández y Compañía para convertirse en Café Dromedario SA. No parece que exista, en cambio, riesgo de ruptura de los vínculos sentimentales que unen a la empresa de hoy con la fundada hace 136 años –valga el dato de que algunas familias de trabajadores han alcanzado ya la tercera generación– y también con una sociedad que desde entonces ha desayunado y ha acompañado sus pausas con el café transportado por las alforjas del Dromedario.

La existencia de yacimientos de trípoli en Castro Urdiales y la capacidad de la empresa para adaptarse a los cambios del mercado han convertido a Herrán y Díez en una referencia dentro del sector de fabricantes de pulimentos

Texto de Jose R. Esquiaga @josesquiaga .  Publicado en febrero 2001

Además de romper todos los récords de crecimiento urbano y de llevar a gala su condición de marinera, la más oriental de las villas cántabras puede presumir de contar con una materia prima que prácticamente sólo existe en su suelo. Aunque comparte denominación con la capital de Libia, el trípoli –que así se llama el fenómeno– es un abrasivo utilizado en todo el mundo y que sólo se extrae de yacimientos de Estados Unidos y de las canteras que explota en Castro Urdiales la centenaria firma de Herrán y Díez. Fundada en 1893 por Estanislao Herrán y Manuel Díez, la empresa no ha permanecido al margen de los vaivenes del mercado a pesar de contar con la indiscutible ventaja de su fácil acceso a un material casi exclusivo.

Más de un siglo después del inicio de la actividad, y todavía propiedad de descendientes de los fundadores, Herrán y Díez es hoy un grupo empresarial que continúa explotando el trípoli pero que, sobre todo, ha extendido su campo de actuación hasta cubrir la práctica totalidad de las necesidades de la industria en materia de pulimentos, curiosamente un mercado en el que los fundadores no pensaron cuando pusieron en marcha la compañía en la última década del siglo XIX. La empresa se dedica en un primer momento a la fabricación de baldosas y azulejos, y sólo cuando descubren las cualidades abrasivas del material con el que se trabaja empiezan a pensar en nuevas aplicaciones para su materia prima. Esa capacidad de adaptación va a ser una constante a lo largo del discurrir de los tiempos, convirtiéndose en una seña de identidad que va a ser más importante, si cabe, que la afortunada presencia de trípoli en tierras castreñas.

Estanislao Herrán y Manuel Díez se afanaron en la búsqueda de usos industriales al limpiador de metales fabricado a partir del trípoli, abasteciendo a la boyante industria metalúrgica que por entonces se desarrollaba en el norte de España y, más concretamente, en el cercano País Vasco. El conocimiento del mercado de pulimentos que se produce en las primeras décadas del siglo va a desembocar en 1917 en la asociación con Grauer y Weil, una empresa francesa –las industrias del país vecino dominaban por entonces el mercado– que va a ser decisiva en el despegue tecnológico de los castreños y en la apertura de nuevos mercados para sus productos. La colaboración va a dar sus frutos a lo largo de cuatro décadas, hasta el punto de que cuando se deshace la asociación en 1964, Herrán y Díez es líder nacional en fabricación de productos para el pulimento.

La empresa castreña cuenta para entonces con una gama de producto que incluye pastas para el tratamiento de cualquier metal, con lo que el trípoli, un abrasivo adecuado para el cobre o el aluminio pero no adecuado en metales férricos, deja de ser la materia prima fundamental de la empresa. Paralelamente a su actividad industrial, la empresa castreña va a aprovechar la riqueza de sus yacimientos para abastecer de trípoli al mercado internacional, explorando al mismo tiempo nuevas aplicaciones  para el producto extraído. Fruto de esta última estrategia fue la puesta en marcha de Productos Cerámicos y Refractarios, una empresa filial que durante medio siglo, hasta que la crisis de los setenta destruyó su mercado, abasteció a la industria siderúrgica del País Vasco. También derivada de su actividad extractiva fue la puesta en marcha de la sección de tierras industriales, en la que se secan y muelen minerales con destino a terceros.

Adaptación a los cambios

La ya comentada capacidad de adaptación de la empresa castreña se pone de manifiesto en circunstancias como las anteriores y, en general, con la simple constatación de su difícil supervivencia como proveedora de un sector sacudido por cíclicas crisis y reconversiones. La empresa ha encontrado siempre sus mejores clientes en la industria cubertera, un sector que a partir de determinado momento queda en manos de tres compañías ­–Joyería y Platería de Guernica (JYPSA), Magefesa y Cruz de Malta– a las que se destina la mayor parte de la producción de Herrán y Díez. En ese contexto es fácil comprender la repercusión de crisis sobradamente conocidas en Cantabria –como la de Magefesa en los primeros años de la pasada década– en la actividad de la fábrica castreña. En otras ocasiones es difícil saber si los cambios en el mercado se producen por la aparición de nuevos materiales o por simples avatares de la moda: la proliferación de cromados en los coches de los setenta –de acuerdo con la discutible estética de la época– convirtió a la industria automovilística en una de las principales receptoras de pastas para pulir metales. La posterior irrupción del plástico en este sector redujo de forma drástica esa demanda, abriendo paralelamente un campo para otros pulimentos que actualmente se invesigan en la empresa cántabra.

De cara al futuro, los actuales responsables de Herrán y Díez, con Hermann Díez del Sel a la cabeza, trabajan en la búsqueda de nuevos mercados en los que asentar el crecimiento futuro de la empresa. Cubierto prácticamente todo el arco de productos para el pulimento –además de las pastas se fabrican discos y herramientas– la estrategia futura pasa por la búsqueda de nuevos clientes, una vez constatada la madurez del mercado tradicional para estos productos. En este sentido las miras están puestas en Iberoamérica, precisamente una de las pocas zonas del globo a las que –por su proximidad con los yacimientos de Estados Unidos– nunca llegó el trípoli extraído de las canteras castreñas. La experiencia y la calidad conseguidas tras más de un siglo trabajando con los pulimentos hace pensar que se consiga abrir esos mercados al producto fabricado en la planta de Castro Urdiales, haciendo posible lo que no pudo lograrse en su momento con la materia prima.