El griterío legendario
El Mercado de La Esperanza cumplió hace dos años su primer siglo de vida. Largo tiempo en el que ha sabido aunar la tradición del tendero de confianza con la necesidad de adaptarse a los cambios sociales y formas de venta
Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en septiembre 2006
Antes la bolsa de la compra se llenaba a paseos. Un recorrido por entre los puestos del pescado, buscando el lomo más azul de la lubina, el bonito que tuviera la sangre más fresca, la merluza que admitiera ser comprada por menos de lo que en realidad costaba. Después a la carne, preguntando aquí y allá, a unos y a otros, en el puesto de quién aguardaba el solomillo más tierno y sabroso y el cordero al que todavía le sobraban las asadurillas. Los quesos más rudos, la leche de vaca de pasto, la verdura recién traída de una huerta sin conservantes ni colorantes. Hubo un tiempo en el que la compra se hacía a golpe de confianza.Llamándose por el nombre, fiando cien gramos de algo que llevarse a la boca. Pero el tiempo pasa.
Tanto que desde aquel 10 de abril ya se han gastado más de cien años. Fue en 1904 cuando las calles de Isabel II y La Esperanza vivieron un par de días de fiestas, luz y cohetes. “Se encuentran adornadas con multitud de banderolas, gallardetes y focos eléctricos, estando también engalanados con colgaduras la mayoría de los balcones de las casas”. Así rezaba la nota de prensa aparecida en El Cantábrico con motivo de su inauguración. Porque hace años se celebraban las cosas con la ilusión de que todo era nuevo. Y más aún un mercado que conseguía aunar en sus esquinas lo mejor de la huerta, el mar y la granja.
El Mercado de La Esperanza abrió sus puertas tras finalizar la obra suscrita por los arquitectos Eduardo y Juan Moya, que contó con un presupuesto de 464.532,42 pesetas. Un edificio que se levantó sobre los solares del antiguo monasterio de San Francisco. En aquel entonces, Leonardo Corcho y Carlos Rochelt hicieron propias las subastas en las que se concursaban las obras tanto del palacio municipal como del mercado, respectivamente. Pero finalmente, Rochelt decidió ceder sus derechos a Corcho, sobre quien recayó la responsabilidad de ambos proyectos.
Cuentan las crónicas del momento que las obras no fueron del todo tranquilas. Los obreros se amotinaron en un par de ocasiones, llevando su protesta a la huelga. En su defensa, aludían a que el capataz podría incluso haberles maltratado. Sin saber nunca si aquello llegó a ser cierto, la realidad se escribe con dos semanas de paro y varios titubeos y ademanes de nuevas huelgas.
Pero frente a las discrepancias y los infortunios, el mercado terminó abriendo sus puertas de hierro, para dar paso, después de los días de jolgorio y fiesta, a las compras del día a día. Aldeanas –mujeres que vendían las verduras y hortalizas que ellas mismas habían cultivado– y renoveras –que compraban material a las aldeanas para luego revenderlo– se entremezclaban con los propietarios de los puestos fijos. En un principio, a excepción de quienes contaban con una concesión para su punto de venta –los puestos adosados a la pared–, el resto se cogían diariamente, por el tradicional sistema de llegar antes que nadie. Así, las bancadas de madera situadas en el centro, estaban ocupadas por madrugadores vendedores que, horas después, habrían de pagar las papeletas de ocupación de día. No obstante, el respeto a la antigüedad se hacía latente en tanto unos y otros ocupaban la misma plaza cada día.
Con la venta de hortalizas aprobada el 2 de noviembre de 2004, el mercado comienza sus primeros años de gran actividad. Son las décadas doradas. Años en los que no existía otra forma de comprar, al menos en la ciudad, que no fuera previo paso por alguno de los mercados. Del Este, Atarazanas… O tal vez en los colmados. Pero al fin y al cabo, reunir entre cuatro paredes todas y cada una de las necesidades del día a día, trae consigo a cientos de caras distintas en cada jornada de trabajo.
La historia del mercado corre entre la monotonía de algunos cambios de negocio, más y más gente confiando en sus tenderos de toda la vida, algún que otro lavado de cara y un cada vez mayor respeto por el género dispuesto. Pasa tan rápida la vida en la plaza de La Esperanza, que la guerra no se deja notar más que lo lógico. Clientes que dejan de ir, una ciudad más pobre de lo que gustaría a cualquier comerciante, pero las puertas se siguen abriendo cada mañana.
¿El mercado es inmortal? No, y el 15 de febrero de 1941, tras las fuertes rachas de sur que asolaron la ciudad durante dos días, se dejó matar en parte. El incendio de Santander se llevó consigo los cuartos de todo aquel que hubiera visto en el centro el lugar ideal para apuntalar su negocio. Afortunadamente, el fuego no llegó a traspasar las puertas de hierro del colmado de colmados. Pero aquel sur que corría a 200 kilómetros por hora resquebrajó su techo de cristal y los desperfectos se notaron durante meses. Sin embargo, ninguno de los tenderos tuvo que echar mano de los barracones que el régimen instaló en las calles cercanas.
Ya repuesto del mayor susto con el que tuvo que lidiar en ésta su historia, recorre una posguerra que fue dura para la gran mayoría. Pasan los años, las décadas y llegada la transición, las gentes comienzan a conocer conceptos antes lejanos y difusos, tales como asociacionimos y lucha conjunta. De esta manera, uno de los mayores pasos al frente por los comerciantes del Mercado de La Esperanza es dar vida a una asociación que defienda sus intereses como conjunto.
El porqué de su nacimiento no es casual. En el mes de julio de 1980, apareció en el tablón de anuncios del mercado un anuncio en el que se solicitaba a los comerciantes el pago de la reforma acometida por el Ayuntamiento. ¿El precio? 250.000 pesetas por metro cuadrado para los de la planta superior y 125.000 pesetas para los de pescadería. Antonio Pérez Martínez, Julio Aguirre Toyos, Manuel Pérez Cavanillas y Pedro L. Canser comienzan a trabajar para que las quejas de todos se conviertan en una sola, y combatir así contra lo que ellos consideraban una injusticia. Pocos días después, se van uniendo más y más tenderos, hasta que pasado un mes, más en concreto el 20 de agosto, queda establecida la Asociación de Comerciantes del Mercado de La Esperanza, cuyo primer logro fue lograr que los que llevaban años sin más derechos que el mero respeto de sus compañeros, pasaran a ser concesionarios de su comercio durante 50 años iniciales, pudiéndose prorrogar el contrato durante 25 años más. Hasta entonces, tan sólo tenían derecho a tal situación quienes regentaran un puesto adosado a la pared o los que hicieran esquina original. Amén de conseguir enmendar el despropósito que originó las negociaciones –el pago de la reforma– con una decisión que contentó a todos: pagar sí, pero no todo y con facilidades. Tal es la necesidad de cantar victoria que la entrega de los contratos se llevó a cabo durante el transcurso de una cena de hermandad. Entre los 400 invitados, estaba el alcalde en aquellos años, Juan Hormaechea.
Y así llega la historia hasta el siglo XXI. Una época que afrontará cambiando su imagen, ya que el Consistorio santanderino ha publicado una futura reforma que situará al Mercado de La Esperanza en la vanguardia. Para que siga adaptándose, sin apenas meter ruido –al menos de puertas afuera–, al tiempo que pasa frente a los mostradores.